Actualmente, la evaluación es parte integral de la educación formal y del debate de la sociedad mexicana, como lo muestra este número de «El Mundo de la Educación». Pero la intención de evaluar para mejorar, con decisiones basadas en información fidedigna, ya estaba presente hace más de 100 años, como lo evidencia el artículo “Alumnos reprobados en las escuelas elementales del Distrito Federal, año escolar de 1912. Ensayo de higiene intelectual”,** al que la autora se refiere en esta colaboración.
La publicación del artículo “Alumnos reprobados en las escuelas elementales del Distrito Federal, año escolar de 1912. Ensayo de higiene intelectual” ciertamente se dio en tiempos convulsos. De la recolección de los datos en 1912 a la lectura del trabajo en abril 1913 y su publicación en febrero 1914, Francisco I. Madero fue presidente y fue derrocado por golpe un militar, Pedro Lascuráin ocupó la silla presidencial por 45 minutos y Victoriano Huerta usurpó el poder como trigesimonoveno presidente de la República mexicana.
Con el propósito de ampliar horizontes sobre problemas de hoy, traigo a colación el contenido de un artículo publicado en mayo 1913 en las Memorias de la Sociedad Científica Antonio Alzate. Antecedente de la actual Academia Mexicana de las Ciencias, la Antonio Alzate fue fundada en 1884 por jóvenes de la Escuela Nacional Preparatoria, que imprimieron en las Memorias el sello de la filosofía positivista y el ideal moderno de la ciencia. Desde el primer número, aparecido en 1887, anuncian como objetivo “cultivar las ciencias matemáticas, físicas y naturales, en todos sus ramos y aplicaciones en lo que se relaciona con el país”. Su labor de difusión, que abarcó seis décadas, contribuyó al fortalecimiento de la ciencia en México, y pese a la diversidad de sus objetos de estudio —la fauna, la flora, la tierra, los cielos y la población— éstos tuvieron como común denominador el método científico que observa, clasifica, registra y comunica sus hallazgos.
En el artículo, Manuel Velázquez Andrade (1877-1952), impulsor de la educación física en las escuelas y miembro de la Sociedad Científica Antonio Alzate, hace una síntesis y un análisis de los datos oficiales del año escolar 1912, reportados por los propios directores de las escuelas a la Dirección General de Educación Primaria, de la Secretaría de Instrucción Pública, justo al terminar los exámenes finales, donde indicaban: 1) el número de alumnos matriculados en el Distrito Federal (28,798) y 2) las causas de reprobación, que Velázquez Andrade examina de manera crítica en su ensayo sobre higiene intelectual, en el ánimo de “llamar poderosamente la atención de las autoridades escolares, así como la de los maestros, acerca de los hechos, que por considerarlos triviales tal vez han pasado sin merecer estudio”.
La historiadora María Eugenia Chaoul nos proporciona el marco de referencia para este escrito, ya que estudia cómo el concepto de higiene escolar permite al Estado asumir la responsabilidad de la educación de los niños y dotar a la escuela de un valor social. Anemia, tiña, piojos, fueron condiciones lamentables en los establecimientos rentados por el gobierno para operar las escuelas y donde intervino con un discurso científico con el fin de mejorar las condiciones higiénicas de los planteles, e incluso —según documenta Chaoul—, para paliar la falta de alimentación adecuada, en 1911 fundó los comedores escolares.
En su ensayo, Velázquez Andrade presenta una tabla de frecuencias por causas de reprobación, como fueron reportadas “de manera subjetiva por los maestros”. Entre éstas: falta de asistencia, incapacidad mental, defectos físicos (tartamudez, sordera, miopía), falta de atención, deficiencia en lengua nacional, carencias en la evaluación de magnitudes y otras causas no especificadas.
Ausencias continuas y frecuentes aparecen como la principal causa de la reprobación. El autor dice que la deserción y el ausentismo no son causas de la reprobación, sino más bien síntomas de la pobreza de las familias, de la apatía de los padres y de la “falta de vigilancia policiaca que persiga la vagancia infantil por calles y plazas”, pues entonces ya se estipulaba en la ley la educación obligatoria. Y ya en esa época el autor hace comparaciones al agregar que el fenómeno del ausentismo no es exclusivo de nuestro país sino que se observa “en países ricos como Francia, Alemania e Inglaterra”. Además duda de la causa nominada como “incapacidad mental”, pues no la considera un diagnóstico serio y ofrece la explicación alterna de los padres que ocultan la verdadera edad de sus hijos para inscribirlos a la escuela, cuando aún no tienen el desarrollo intelectual indispensable para cursar el primero o el segundo grado. Propone, entonces, que se solicite la boleta del registro civil para matricular a un niño en las escuelas oficiales.
El contingente de niños en la categoría de “defectos físicos” es muy pequeño “pero no por ello menos digno que atenderse”, y aquellos datos que indican que la reprobación se debe a la pereza, a la falta de atención, a la flojera y la indisciplina, u “otros”, realmente están ocultando causas que los maestros no supieron o no quisieron clasificar. Velázquez Andrade opina que se necesitan estudios más profundos, con pruebas, diagnósticos y estadísticas, que lleven a aplicar los mejores métodos de enseñanza.
A reserva de que se obtengan datos más precisos, recomienda implementar horarios continuos, que den oportunidad a los niños de estar más tiempo en la escuela. Los argumentos que apoyan sus sugerencias para estas acciones de mejora es que “los niños reprobados no sólo reportan inconvenientes a los padres sino al Estado mismo” y ofrece la siguiente metáfora: “Una buena cosecha no depende solamente de la semilla (conocimientos) y del procedimiento de sembrar (métodos) sino de la naturaleza y la calidad de la tierra y del medio ambiente físico (niño, medio social)”, y asegura que los niños sufren situaciones adversas en su persona y en su familia que bien pueden ser la causa de la reprobación. Y sentencia: “Se condenan muy frecuentemente los sistemas y los métodos, se declara malos a los maestros, pero no se dice nada del niño o del alumno porque el conocimiento físico y psíquico de su naturaleza es difícil y no se intenta hacerlo”.
El autor propone, finalmente, que se instale una comisión formada por un médico, un psicólogo y un maestro que anualmente determinen: a) la edad fisiológica e intelectual de los reprobados, b) su capacidad o sus “peculiaridades mentales”, c) la educación pedagógica más adecuada para su caso y d) la conveniencia de acortar los programas.
Notas
* Doctora en sociología por la Universidad del Estado de Michigan, directora de Posgrados e investigadora en la Escuela de Pedagogía de la Universidad Panamericana.
** Manuel Velázquez Andrade, “Alumnos reprobados en las escuelas elementales del Distrito Federal, año escolar de 1912. Ensayo de higiene intelectual”, Memorias de la Sociedad Científica Antonio Alzate, tomo XXXII, núms. 9 y 10, febrero de 1914, pp. 371-382.
Bibliografía:
– María Eugenia Chaoul, “La higiene escolar en la Ciudad de México en los inicios del siglo XX” en Historia Mexicana, vol. 62, núm. 1 (245), julio-septiembre de 2012, El Colegio de México, México, pp. 249-304.
– ———, Entre la esperanza de cambio y la continuidad de la vida: el espacio de las escuelas primarias nacionales en la Ciudad de México, 1891-1919, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 2014.
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