Edmundo D’Amicis
Océano Exprés, México, 2015
Hace más de 40 años Sergio Romero, profesor de sexto año de primaria en el Colegio Fernando de Magallanes, eligió Corazón (1886), de Edmundo D’Amicis, como lectura en voz alta para grupo. Romero era un socialista vergonzante, por lo que uno podría imaginar que iba a tratarse de un texto subversivo.
Nada más alejado de la realidad: Corazón es el diario de Enrico Bottini, un niño que cavila sobre la vida en una escuela de la Italia recién unificada y el patriotismo. Rinde homenaje a sus próceres —Víctor Manuel, Mazzini, Cavour y Garibaldi— pero también a hombres y mujeres que construyen la nación con su trabajo cotidiano. A los maestros, en particular.
Aunque difícil de creer que un niño de 12 años pueda ser tan complejo, Enrico describe a su padre —un periodista—, a su madre, a su hermano, a su hermana y a sus compañeros de aula. Desde ésta puede adivinarse que todo marcha viento en popa en el país emergente.
Quizás haya que afianzar los valores de la niñez y la juventud, pero no mucho más. “Edmundo D’ Amicis —escribió Francisco Umbral— fue una especie de democristiano, un hombre bueno y de derechas… En su libro, los pobres son pobres porque la vida es así.”
El autor, ciertamente, nunca hace que sus personajes se pregunten por las causas de la desigualdad (aunque la guerra contra los austriacos fue justa e indispensable), pero los ricos deben ayudar a los pobres y los fuertes a los débiles. Se exalta la labor docente, que implica vocación y sacrificio, y se insta a los niños a ser leales con sus maestros, algunos de los cuales enferman o mueren en el trajín.
Entre los condiscípulos de Enrico están los adinerados Carlos Novi y Votini, que viven sacudiéndose las pelusas de la ropa. Entre los de clase media, él mismo y su admirado Ernesto Derossi, paradigma de inteligencia y bondad.
Los hijos de obreros son Antonio Rabucco, “el albañilito”; Crossi, “el tullido” —hoy se dice “con discapacidad”— y Nelli, “el jorobadito”. Cada uno vive una problemática distinta en su familia. Cada uno tiene rasgos de altruismo o discolería, y cada uno, a su manera, encarna las aspiraciones y los miedos de un país que intenta abrirse paso en la comunidad internacional.
Corazón incluye cuentos que se leen cada mes. En ellos se resaltan valor y nobleza infantiles. Destacan “Sangre romañola” —el héroe recibe una puñalada que iba dirigida a su abuela—, “El enfermero del Chacho” —un pequeño asiste a un hombre al que cree su padre— y “Naufragio”, donde un chiquillo cede su lugar en un bote salvavidas a una niña. El más entrañable es “De los Apeninos a los Andes”, que refiere el periplo de un niño de Génova a Tucumán, en busca de su madre.
Aunque el exacerbado nacionalismo y lo alambicado de ciertos pasajes podrían resultar anacrónicos en el siglo XXI, el libro es un bien logrado retrato de la época. Contiene, por añadidura, atinadas reflexiones para el presente. Tanto es así que cuando mi hijo tuvo la edad que yo tenía al encontrarme con Enrico, con quien llegué a identificarme, le pedí que hiciera lo propio.
Al terminar, me aseguró que en el diario había mucho de su propia escuela. Yo aproveché la oportunidad para volver sobre estas páginas y confirmé que uno nunca puede leer dos veces un mismo libro: ahora fue con el padre de Enrico con quien me identifiqué.
Corazón trata del ciclo escolar 1881-1882, en Turín, pero bien podría tratar del 2017-2018 en la Ciudad de México: Franti, el buleador, Garrone, el fortachón generoso, o Garoffi, que desde temprana edad se dedica a comprar y vender lo que puede, no tienen época. Tampoco las inquietudes económicas de las clases medias, la solidaridad como elemento de cohesión social y, sí, la relevancia de la educación como agente transformador.
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