El autor reflexiona sobre presente y futuro de la educación superior y la investigación a la luz del pensamiento de José Ortega y Gasset. El binomio educación y ciencia, una nueva manera de integrar el saber, la fuerza de la universidad para alumbrar cultura y su papel como espacio de libertad y creatividad, son algunos de los argumentos que hoy, en plena crisis de la civilización, recobran actualidad.
Han tenido que llegar estos crueles recortes, hijos del desplome productivo y financiero capitalista en que estamos sumidos, para corroborar que la enseñanza superior, la universidad, está en crisis. Las cifras cantan. Los propósitos de los políticos que todavía nos gobiernan, también, y los discursos más o menos críticos no acaban de desprenderse de los parámetros neoliberales (Pérez García, 2012).
He dicho corroborar ya que, en realidad, la institución universitaria, como tal, siempre está en crisis porque depende de la sociedad a la que sirve: está obligada a evolucionar al ritmo del mundo, por lo que viene a ser su muerte convertirse en un ente burocrático, estático.
Pero la crisis universitaria no es sólo una crisis económica: es una crisis de valores, es un agotamiento de argumentos, es un llegar a un cul-de-sac. ¿Qué utilidad tiene exigir a diestra y siniestra una universidad “productiva” y “competitiva” si no se entiende la nueva “generación”, si la sociedad y los docentes no se sitúan certeramente frente a ella?
Cada generación es fruto de una historia: “Lo primero que el hombre tiene que hacer es contar con su historia por la sencilla razón de que él es histórico, nace en un punto de la trayectoria general humana, nace de un pretérito y lo lleva en sí, es un pretérito…” (Ortega y Gasset, 1930, p. 140).
La persona humana es un ente histórico que tiene que vivir “a la altura de su tiempo”; por lo tanto, tiene que vivir su presente, teniendo en cuenta que “es, en definitiva, nuestro futuro quien se erige en norma última y decisiva sobre nuestro pasado. Véase cómo este imperativo histórico es, pues, a la vez, tradicionalismo, actualismo y futurismo” (Ortega y Gasset, 1930, p. 140).
Se sabe que una juventud con unos “rasgos comunes de humanidad” es lo que Ortega denomina una generación, en tanto que “forma genérica de vida nueva”, germen de innovación vital. Ahora bien, la juventud (masculina y femenina) no es consciente de la auténtica originalidad de su “destino vital” hasta que deja de ser joven. Es un “misterio” para sí misma y, lo que es más grave, también es un misterio para la generación “madura”, por lo que “las dos generaciones en cuanto generaciones no se entienden” (Ortega y Gasset, 1930, p. 146). No obstante lo anterior, de una forma u otra, hay transmisión, hay continuidad de ideas y sentimientos. Así pues, hay pedagogía, y pedagogía universitaria.
Sobre mucho de todo esto reflexiona José Ortega y Gasset, espejo en el que este articulista proyecta sus ideas sobre el presente y el futuro de la universidad y la investigación. Espejo claroscuro y polémico, ciertamente (Morán, 1998). No redescubrimos nada nuevo acerca de un pensamiento que afortunadamente ha tenido bastantes —y buenos— estudiosos, como el filósofo gerundense Josep Ferrater Mora, excelente definidor del “raciovitalismo” de Ortega (Ferrater Mora, 1958).
Se nos dirá, ¿qué puede aportar el fresco pensar del joven Ortega —el que aún no ha sufrido las desilusiones de la República ni el bochorno de vivir y callar con y de Franco— a la reinvención de la educación?
Educación, política y ciencia
Digo a propósito “educación” y no “educación superior”, ya que asumo que la calidad de la educación está en el respeto a su carácter globalizador y compensado o armónico, basándome en la idea del pedagogo moravo Juan Amós Comenio (Uhersky Brod, 1592-Amsterdam, 1670) de que la educación es un proceso vital a cuyo servicio están las instituciones pedagógicas.
Ortega tiene la educación en un concepto altísimo. Se atreve con uno de los “gurús” de la educación nueva, el alemán Georg Kerschensteiner, para quien —siguiendo la estela de la pedagogía idealista alemana del siglo XIX— la finalidad (utilitaria) de la educación es la creación de ciudadanos para el Estado.
Con razón dice (¡en 1922!) que esta es una idea, ya superada, hija del siglo XIX. Por el contrario, Ortega defiende la idea de que no es la educación la que sirve a la política sino, justo lo contrario, que la educación del futuro dirige la política: “Yo espero que nuestro siglo reobre contra este empequeñecimiento de la obra educativa. Viene en Europa una ejemplar desvalorización de todo lo político. De hallarse en el primer plano de las preocupaciones humanas pasará a rango y término más humilde. Y a todo el mundo parecerá evidente que es la política quien debe adaptarse a la pedagogía, la cual conquistará sus fines propios y sublimes. Cosa, por cierto, que ya Platón soñó” (Ortega y Gasset, 1930, p. 96).
Lo cierto es que Ortega, seguramente bastante menos perspicaz en este punto que otros pensadores, como John Dewey, no fue capaz de prever que la educación (pública) acabaría, al final del siglo XX, totalmente mediatizada por intereses económicos hasta llegar a nuestros días en que la ofensiva neoliberal contra la universidad pública como espacio autónomo y crítico bate récords.1
Más incluso que mediatizada: controlada, dominada por valores e intereses económicos. La supeditación de la universidad a los grupos de presión financiera y a los intereses multinacionales, vía consejos “sociales” y formas varias de interesada esponsorización, ha sido denunciada en múltiples ocasiones y de muy diversas formas en estos últimos años. La desnaturalización de los estudios humanísticos y de las líneas de investigación no “productivas”, también. Los intereses económicos, se ha dicho y repetido desde el pensamiento crítico, están agrediendo a la universidad y a la ciencia.
Repárese en que cuando hablamos de universidad y de ciencia nos estamos refiriendo a instituciones y a prácticas “públicas”. Hablamos de universidad pública. Ahora bien, en la medida en que la iniciativa privada sirve a intereses de carácter general y está democráticamente controlada, también la red privada se ve concernida por las prácticas “públicas”, y, como tal, puede entonces ser considerada desde la perspectiva del interés general.
De Ortega y Gasset (Madrid, 9 de mayo de 1883-18 de octubre de 1955) interesa su visión de la relación entre investigación científica y transmisión docente. La universidad —dice— es inseparable de la ciencia y es, tiene que ser, “también o además investigación científica” (Ortega y Gasset, 1930, p. 60).
Sigue motivándonos analizar —frente a Bolonia, que trivializa y mercantiliza la universidad— su idea de la originalidad de ésta como institución de importancia trascendental en la historia europea y mundial.
Hay que repensar la idea machaconamente repetida por Ortega de que la universidad, en tanto corresponsable de la producción de cultura, ofrece elementos preciosos para comprender (y a veces transformar) el mundo. La cultura permite humanizar al científico: humanizar la ciencia. ¿Cómo? Vitalizándola, haciéndola útil para la vida humana. Si no, la ciencia pierde interés para la humanidad, que se desinteresa de ella (Ortega y Gasset, 1930, p. 80).
“Es preciso —escribe— que el hombre de ciencia deje de ser lo que hoy es con deplorable frecuencia: un bárbaro que sabe mucho de una cosa. Por fortuna, las primeras figuras de la generación actual de científicos se han sentido forzadas, por necesidades internas de su ciencia misma, a complementar su especialismo con una cultura integral. Los demás, inevitablemente, seguirán sus pasos. La merina sigue siempre al carnero adalid” (Ortega y Gasset, 1930, p. 79).
La universidad alumbra cultura
Ortega es a veces superficial y cae en las simplificaciones de “periodista” tan denostadas por él mismo. Pero tiene intuiciones geniales. Por ejemplo, cuando propone una nueva “integración del saber”, una especie de “técnica” generalista para moverse en un universo caracterizado por el exceso de saberes y de información. Esta técnica no es otra que una “pedagogía universitaria”, mediante la cual se ponga “orden en la ciencia, [organizarla y] hacer posible su perduración sana».
Otro elemento inspirador de la reinvención de la universidad pública es la idea de que la universidad debe ocupar un lugar en la conformación y la dirección de la opinión pública, entendida como la representación que la sociedad tiene de sí misma. “No poco del vuelco grotesco que hoy padecen las cosas —Europa camina desde hace tiempo con la cabeza para abajo y los pies piruteando en lo alto— se debe a ese imperio indiviso de la prensa, único ‘poder espiritual’”, decía en 1930 (Ortega y Gasset, 1930, p. 89). Ortega dirigía sus dardos a la prensa populista y sensacionalista. Hoy hablaríamos también de la fuerza del entramado de medios de comunicación siempre en evolución: medios audiovisuales, internet y sus múltiples usos.
La misión de la universidad y de la ciencia bien entendida es alumbrar cultura. Cultura sintética, sistematización del saber. De este modo la universidad regenera la ciencia, la salva. Ortega aprecia el talento, más que el talante, integrador de la universidad. No por conocido, deja de ser muy relevante el punto de vista del filósofo al respecto: “El movimiento que lleva a la investigación a disociarse indefinidamente en problemas particulares, a pulverizarse, exige una regulación compensatoria —como sobreviene en todo organismo saludable— mediante un movimiento de dirección inversa que contraiga y retenga en un riguroso sistema la ciencia centrífuga” (Ortega y Gasset, 1930, p. 80).
En definitiva, sin cultura la humanidad fracasa. A quien no tiene manos se le llama manco; quien lleva una vida sin cultura, lleva una vida fracasada y falsa (Ortega y Gasset, 1930, p. 73).
En el fondo, una universidad que no desarrolle una cultura “a la altura de su tiempo”, y como respuesta a un mundo y una actualidad “complejos, precisos y exigentes”, está radicalmente en falso. Pero el problema no está sólo en la institución. La institución forma parte de una sociedad de personas que tienen miedo a la verdad y prefieren “falsificar su vida reteniéndola hermética en el capullo gusanil de un mundo ficticio y simplicísimo” (Ortega y Gasset, 1930, p. 74).
La universidad debe formar en una cultura “a la altura de su tiempo” a los futuros profesionales. No es un problema de cantidad de alumnos sino de orientación de los estudios. Podría objetarse que el enfoque orteguiano de una educación cualitativa humanista es inviable en una “escuela de masas” como la actual. Pero, en realidad, preceptos como los expuestos en 1928 trascienden momentos y lugares. Ortega apela a desconfiar de la opinión pública: “No hagáis nunca caso de lo que la gente opina […] Fijaos y advertiréis que esa gente no sabe nunca por qué dice lo que dice, no prueba sus opiniones, juzga por pasión, no por razón” (Ortega y Gasset, 1930, p. 98).
Por eso, quienes sienten y quieren por “contagio” carecen de criterio propio, y en un ambiente de falta de criterio colectivo “lo más valioso tendrá que parecernos, al primer momento, extraño, difícil, insólito y hasta enojoso”. La conclusión de Ortega podría parecer una boutade: “En toda lucha de ideas y de sentimientos, cuando veáis que de una parte combaten muchos y de otra pocos, sospechad que la razón está en estos últimos” (Ortega y Gasset, 1930, p. 99).
Por otro lado, en momentos en que la autonomía universitaria está sometida a constantes violaciones y en que, mediante decretos y reglamentos de obligado cumplimiento, se está desnaturalizando el alma libre de la institución universitaria pública, las consideraciones de Ortega sobre la universidad como “poder espiritual” son reconfortantes.
Redactando este artículo leo en la prensa un escrito colectivo de los rectores de las universidades catalanas denunciando, entre otras cosas, que con el último decreto se modifica unilateralmente al profesorado universitario el régimen de dedicación (http://paginadelrector.ub.edu). Este es un mero ejemplo (uno, entre un goteo constante) de intervencionismo estatal contraproducente, liberticida.
La universidad, un espacio de libertad, creatividad y autonomía
Y es que, siguiendo a Ortega, la autonomía y la libertad de recorrido de la institución universitaria deberían ser sagradas. Sin ellas peligran la eficiencia y la auténtica corresponsabilidad. Bastantes se preguntan si con “Bolonia” (esto es, Bolonia como mero síntoma) Europa no está vendiendo su alma universitaria al pragmatismo calvinista-capitalista imperante en el ámbito anglosajón.
Para Ortega y Gasset “la universidad ha sido consustancial con Europa”. Para el filósofo madrileño el invento de la universidad medieval no tiene parangón. Las escuelas de los mandarines chinos únicamente preparaban funcionarios. La universidad europea supuso “el Saber constituido como poder social”: “Frente al poder político, que es la fuerza, y la Iglesia, que es el poder trascendente, la magia de la universidad se alzó como genuino y exclusivo y auténtico poder espiritual: era la Inteligencia como tal, exenta, nuda y por sí, que por vez primera tenía la audacia de ser directamente y, por así decirlo, en persona, una energía histórica. ¡La inteligencia como institución!” (i: 105). Lo verdaderamente significativo es que en Europa las universidades acabaron ganando la partida al poder político de reyes y obispos; mas “¿la ganaron para siempre?”
La autonomía universitaria —que es libertad intelectual— exige capacidad de resistir a los poderes. No es una condición o un estado que se regale. Ni su continuidad está asegurada, sino más bien en peligro. La lucha de la universidad contra “los poderes” no tiene fin; es un continuo “bracear para mantenernos a flote”. La universidad es un proyecto vivo, al que, como a la vida, le incumbe estar en “permanente conciencia de naufragio”.
La mirada al pasado, la historia, sirve a la universidad para curarse de su «embotamiento» y para ver “lo que el futuro tiene de característico frente al presente y el pasado” (Ortega y Gasset, 1930, p. 107). Ciertamente, el pasado de las instituciones universitarias está lleno de logros, inventos y producción de intelectuales, científicos, académicos, investigadores y profesionales. Pero ¿cuáles son las causas por las que “la universidad prosperó y triunfó en el pasado europeo»?
Repasando la historia de la universidad —especialmente en el siglo XIX, piénsese que Ortega escribía esto en el primer tercio del siglo XX— se percibe hasta qué punto la salud y el vigor de la educación universitaria deben al entorno, al clima espiritual colectivo, en definitiva, a cada “época histórica”, “un clima moral donde predominan ciertas valoraciones, ciertas preferencias, ciertos entusiasmos”.
Una mansión de la inteligencia
Lo decisivo es el “entusiasmo que el europeo sintió por la inteligencia”, el respeto por lo intelectual, el “vivir de ideas y para ideas” (i: 107- 108). Pero Ortega percibe el agotamiento de ese entusiasmo, desde 1900 aproximadamente, cuando en vez de la inteligencia se empieza a valorar sobre todo la voluntad, y “al intelectualismo se prefiere el voluntarismo”. Certifica en 1932 “un cambio de la preferencia europea”: “Desde hace no pocos años y en toda la extensión de Europa, cualesquiera sean las formas de la política, ha sobrevenido un cansancio y como un hartazgo de eso. Fatiga la discusión e irrita que no se concluya, es decir, que no se llegue a consecuencias, a decisiones. Frente a la inteligencia, que parece perderse en el arabesco de su propia dialéctica, se yergue la otra potencia del hombre: la voluntad, que es la facultad de resolver o, por lo menos, de resolverse” (Ortega y Gasset, 1930, p. 111).
Ortega vive la época álgida de los totalitarismos de Estado: los regímenes fascistas, el nazismo, el estalinismo. En ese contexto la propaganda importa mucho, exhibir músculo, el voluntarismo. La razón se pierde, se eclipsa. Pero es evidente que, sin la razón, sin el pensamiento, cada individuo zozobra en su circunstancia; “quieran o no, todos son filósofos”, están obligados a “vivir con ideas”: “Al encontrarse en la circunstancia o mundo hace funcionar, entre otros, su aparato intelectual y, quiera o no, se forja ideas sobre el mundo, lo interpreta, y esas ideas o convicciones, sobre lo que las cosas son, entran a formar parte de la circunstancia” (Ortega y Gasset, 1930, p. 112).
Frente al individuo que se deja gobernar por dogmas laicos (doctrinas totalitarias) o religiosos, Ortega plantea la fuerza del criterio autónomo del individuo que se ve obligado a asumir sus limitaciones y que no tiene más remedio que “interpretar” su situación, tratando de “averiguar qué es ese mundo en el que braceamos náufragos y cuál es su relación con nosotros”.
Pues bien, este entusiasmo europeo por el criterio racional, por la razón, entusiasmo que simbolizan en el siglo XVII figuras como Descartes y Leibniz, explica “el fácil triunfo de la universidad”.
Hijo directo del racionalismo europeo fue el idealismo, el pensar que la idea es el motor de la organización del Estado. Pero el racionalismo europeo moderno tiene un punto de ingenuidad. Descartes, el célebre emisor de la frase: “Pienso, luego existo”, no se daba cuenta de que lo propio es la frase al revés: “No existo porque pienso, sino al revés, pienso porque existo. El pensamiento no es la realidad única y primaria, sino al revés: el pensamiento, la inteligencia, son una de las reacciones a que la vida nos obliga, tiene sus raíces y su sentido en el hecho radical, previo y terrible de vivir. La razón pura y aislada tiene que aprender a ser razón vital» (Ortega y Gasset, 1930, p. 116).
La idea de las limitaciones de la razón “pura”, ya expuesta en El tema de nuestro tiempo (1923), lleva a Ortega a afirmar que la crisis de la universidad es un poco como la crisis de dicha razón pura y ensimismada. Como remedio propone una “reforma de la inteligencia”, en el sentido de recuperar e incorporar “lo” vital, los valores de la vida.
Mientras tanto, el voluntarismo emergente desde el cambio de siglo nacía, según Ortega, con fecha de caducidad: «¿No tiene el voluntarismo todo el aire de simple y exasperada forma que el viejo idealismo [racionalismo] adopta, convulso, antes de morir?» (Ortega y Gasset, 1930, p. 118).
No es que la voluntad como factor humano no sea importante, e incluso decisiva. Querer y “decidirse” son tan necesarios como ejercer la inteligencia, que es el factor que genera “los proyectos entre los cuales la voluntad ha de decidir”.
En el fondo, inteligencia y voluntad sirven para autodeterminarse, para ejercer la libertad, para conquistar el propio destino: la persona “es el único y casi inconcebible ente que existe sin tener un ser prefijado, que no es desde luego y ya lo que es, sino que, por fuerza, necesita elegirle él su propio ser».
Ortega conecta esta historia de la necesaria autodeterminación personal con la “carrera” u “oficio” del existir y con la “vocación”, con la necesidad de elegir entre posibles “vidas imaginarias” que cada uno se representa. Afirma que en la vida real la distinción entre oficios manuales y carreras liberales se desdibuja (Ortega y Gasset, 1930, p. 127): “Las carreras son esquemas sociales de vida donde, en el mejor caso por vocación y libre elección, el individuo aloja la suya”. En las sociedades primitivas había pocas vías distintas. En las sociedades modernas, en cambio, hay multitud de especialidades. Trasladada esta preocupación por la autodeterminación personal en el ejercicio profesional y de oficio, ¿qué duda cabe de que en las universidades actuales debe cuidarse mucho la orientación académico-profesional y la formación para la ocupabilidad (con criterios sensibles a una economía solidaria, basados en la economía social y el cooperativismo)?
Para terminar
Ortega, circa 1930, es un espejo para repensar la crisis de la educación (universitaria), para sentar las bases de la universidad del siglo XXI, a partir de un discurso crítico (Torrents, 2002). Una institución que forme e inserte a profesionales eficientes y eduque a ciudadanos responsables, generando una auténtica cultura “glocal” crítica y proactiva en un sentido transformador. En este sentido, es absolutamente básica la perspectiva orteguiana de que la “universidad tiene que ser la proyección institucional del estudiante”. Una perspectiva que no encierra sólo una apreciación retórica, sino que metodológicamente es muy profunda.
Centrando la universidad en el estudiante, cobra toda su fuerza el argumento de Félix García Moriyón de que “una de las reformas fundamentales que necesita la universidad […] es mejorar seriamente la docencia, empezando por dejar de llamarla ‘carga’ docente”. Por su parte, Roberto Colom aporta muy orteguianamente la apreciación de que “la docencia universitaria no es equiparable a la de los demás ciclos educativos […] Mejorarla puede no tener nada que ver con la estrategia que se está adoptando de hacerla similar a la de secundaria, de convertir la universidad en una especie de academia. Mientras que la educación obligatoria debe basarse en mejorar el nivel educativo general de los ciudadanos, la universidad consiste en algo distinto, debe basarse en compartir el pasado desde el presente para planificar el futuro”.2
En cualquier caso, la comparación con el periodo 1920-1935 no es gratuita. Entonces, como ahora, se vivió una crisis económica tremebunda; entonces, como ahora, la industria y la tecnología germánicas deslumbraban. Entonces, como ahora, el complejo de inferioridad latino afloraba. Entonces, como ahora, estábamos instalados en una descomunal crisis de civilización. Entonces, como ahora, el mundo de la educación en general, y la universidad en particular, tenían el deber de aportar luz y remedios a algo que no puede confundirse, sin más, con una mera crisis económica.
Para saber más
- Ortega y Gasset, J. (1930,1976), Misión de la universidad, Madrid, Revista de Occidente.
- Morán, G. (1998), El maestro en el erial. Ortega y Gasset y la cultura del franquismo, Barcelona, Tusquets.
- Ferrater Mora, J. (1958), Ortega y Gasset. Etapas de una filosofía, Barcelona, Seix Barral.
- http://robertocolom.blogspot.com.es/2012/04/la-reforma-de-la-universidad-en-espana.html.
- http://www.ivie.es/downloads/np/pp_universidades_fbbva_Ivie_2012_04_17.pdf
- Torrents, R. (2002), Noves raons de la Universitat. Un assaig sobre l espai universitari català, Vic, Eumo.
- Pérez García, J. A., y J. Hernández Armenteros (2012), “La reforma de la universidad: preguntas erróneas, respuestas incorrectas», El País, 15 de abril.
- Varios autores (2012), “Article conjunt dels rectors de la UB, UAB, UPC, UPF, UDG, UDL, URV i UOC contra l efecte de les retallades a les universitats”, 24 de abril. Consultado en http://paginadelrector.ub.edu/?p=824.
* Profesor de historia de la educación en la Universidad Autónoma de Barcelona.
** Publicado originalmente en Cuadernos de Pedagogía, núm. 427, octubre de 2012.
1 http://www.ivie.es/downloads/np/pp_universidades_fbbva_Ivie_2012_04_17.pdf.
2 http://robertocolom.blogspot.com.es.
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