El sistema educativo se divide coloquialmente en dos partes bien diferenciadas: lo universitario y lo no universitario (curiosa denominación en negativo que engloba a las etapas anteriores a la universidad). Pero esta distinción no tendría que ser tan tajante. Así lo afirma el autor, al señalar cuáles son los vínculos que tendrían que establecerse entre ambas culturas educativas.
A poco que se profundice se verá que en la divisoria entre lo universitario y lo no universitario hay muchas puertas abiertas. No podía ser de otra manera, porque todas las enseñanzas, sean del nivel que sean, forman parte de un único sistema que debe proporcionar un servicio educativo a lo largo de toda la vida.
Sin embargo, continúan siendo dos “culturas” diferentes y cuesta mucho hacer más permeables ciertas barreras que tienen muchos años de historia. Conviene recordar que las fronteras entre niveles educativos las han levantado siempre los poderes públicos, pero contando con el beneplácito de los cuerpos docentes superiores. A cualquier administración le viene muy bien un sistema troceado en niveles, para facilitar su control, y esa división les resulta cómoda a los docentes de escalones superiores para poder echar la culpa a la etapa inmediatamente inferior de “lo mal que les llegan los alumnos”: los universitarios al bachillerato, los de bachillerato a la educación secundaria y así hasta la infantil.
La autonomía marca las diferencias
Desde su creación las universidades han sido instituciones singulares con un alto grado de autonomía. Reconocida explícitamente en el texto constitucional, y considerada como derecho fundamental, la autonomía universitaria es esencial para que las universidades puedan desarrollar las tres grandes misiones que tienen encomendadas: la educación superior, la investigación y la transferencia de conocimiento y de tecnología a la sociedad. Aquí nos centraremos en su función educativa pero, aunque no sean objeto de este artículo, no pueden dejarse de lado la investigación y la transferencia, consustanciales al quehacer universitario. Las tres deben ir unidas para que la universidad, en definitiva, cumpla con el objetivo de desarrollar el pensamiento, es decir, “extender y democratizar la cultura”, como ya recordaba Ortega y Gasset hace casi un siglo.
Las universidades están dotadas de personalidad jurídica, lo que les otorga capacidad de autoorganización y una gran independencia para el desempeño de esas funciones. Gozan de una autonomía administrativa, política, financiera, curricular y organizativa, sin parangón posible, con respecto a la autonomía que tienen los centros y los organismos del resto del sistema educativo.
Los centros educativos no universitarios disponen de autonomía pedagógica, de organización y de gestión, lo que les permite elaborar, aprobar y ejecutar un proyecto educativo y un proyecto de gestión, para concretar sus normas de organización y funcionamiento, adoptar experimentaciones y planes de trabajo, y manejar los recursos disponibles, pero siempre tienen que moverse en el marco establecido por la administración educativa de la que dependen. Las universidades, sin embargo, son ellas mismas una “administración” más, con competencias propias que ejercen sin la “tutela” permanente de otras administraciones, sea la estatal o la autonómica.
La autonomía universitaria se desarrolla básicamente en cuatro direcciones: autonomía estatutaria, autonomía académica, autonomía económica, y autonomía para la selección y la promoción de su personal. Aunque tenga sus límites y no pueda confundirse con “independencia”, el ejercicio pleno de la autonomía permite a cada universidad establecer el sistema organizativo que considere más adecuado para desarrollar sus potencialidades en educación y en investigación: elegir al rector por sufragio universal ponderado o por el claustro, crear y suprimir tanto centros como departamentos, elaborar sus planes de estudio, disponer de patrimonio propio, confeccionar y gestionar su presupuesto, contratar profesorado y personal de administración y servicios, etcétera.
Así nos encontramos con un mapa universitario muy diverso. Las universidades son distintas en cuanto al número de campus, tipos de escuelas y facultades, oferta formativa, orientación académica e investigadora, fuentes de financiación, estructura organizativa, composición de su plantilla docente e investigadora, internacionalización, conexión con el entorno productivo, etcétera. No sucede igual con el resto del sistema educativo. Evidentemente, existen diferencias entre centros docentes, incluso entre los que imparten un mismo nivel, pero todos los colegios e institutos se mueven con unos parámetros similares en cuanto a recursos, plantillas, organización, etcétera.
Las universidades, por el contrario, caminan hacia una mayor diferenciación. Para poder desarrollar plenamente la formación y la investigación de calidad es necesaria la diversificación del actual sistema universitario y, al mismo tiempo, la colaboración entre universidades en proyectos compartidos. El objetivo es crear entornos, “ecosistemas de conocimiento”, que integren los tres elementos del triángulo del conocimiento: educación, investigación e innovación.
Tan sólo las universidades de estructuras flexibles y un sistema de gobernanza que facilite la colaboración con otras instancias formativas se convertirán en polos de atracción para los mejores estudiantes y en espacios preferentes para el reciclaje de personas incorporadas al mundo laboral, y sólo las que asuman su compromiso de responsabilidad social actuarán de motor de desarrollo del territorio donde se asientan.
Los espacios compartidos
Existen tres zonas ineludibles de contacto. Primero, la admisión de alumnos en la universidad: pruebas de acceso para quienes estén en posesión del título de bachiller y otros sistemas diferenciados de acceso para titulados en otras enseñanzas superiores (formación profesional, artísticas, deportivas, etcétera), para alumnos procedentes de sistemas educativos extranjeros y para personas mayores de 25, 40 y 45 años. Segundo, la estrecha relación existente entre las titulaciones universitarias y las de otras enseñanzas superiores, singularmente las de formación profesional superior. Tercero, la formación universitaria de titulados que luego trabajarán en centros docentes.
Pero existen más espacios compartidos. Uno es la educación en valores, objetivo irrenunciable en cualquier etapa educativa y, por supuesto, fundamental en la universitaria. No puede olvidarse que en las aulas y los laboratorios universitarios se están formando personas jóvenes, y si en todos los niveles educativos es importante inculcarles valores sólidos, en la universidad, muy especialmente, porque muchos de ellos ocuparán puestos de responsabilidad en la sociedad del futuro. Fomentar la cultura del esfuerzo, el espíritu emprendedor o la responsabilidad colectiva son objetivos transversales a todo el sistema educativo, incluido el universitario.
Otro es la formación y la cualificación profesional. Los estudios universitarios desembocan en titulaciones para el ejercicio de una profesión, exactamente igual que sucede en otros niveles educativos. Las enseñanzas universitarias, la formación profesional de grado superior y las enseñanzas artísticas y deportivas superiores son niveles educativos que se complementan, configurando áreas de conocimiento y perfiles profesionales que se reconocen y se necesitan mutuamente. El problema está en cómo encajar esas titulaciones en un mapa compacto y en cómo mantener, o incluso aumentar, las actuales tasas de escolarización en la universidad y al mismo tiempo mejorar las de los ciclos superiores.
Los docentes de todos los niveles comparten ineludiblemente otro “espacio” particular por el hecho de ejercer la misma profesión. Se imparta en el nivel que se imparta, la docencia tiene una serie de rasgos comunes, que van desde la libertad de cátedra a las enfermedades profesionales. El aula crea un cierto sentimiento de formar parte de un mismo colectivo, aunque se pertenezca a cuerpos administrativos distintos, con diferentes condiciones laborales e incluso diferente estatus social.
La organización general puede ser distinta entre unos niveles y otros, pero los principios de partida son los mismos. Un ejemplo evidente es la participación. Todos los niveles del sistema educativo tienen que garantizar la participación de la comunidad educativa. Las fórmulas pueden ser distintas, con consejos escolares en los centros no universitarios y consejos sociales en la universidad, pero el esquema es muy parecido. Más aún, en los centros integrados de formación profesional, el órgano de participación es el consejo social, con denominación y composición muy similares a las de los consejos sociales de las universidades públicas.
Por último, las enseñanzas universitarias y no universitarias que se desarrollan en centros del sector público tienen en común su dependencia económica de los poderes públicos y, en consecuencia, la necesidad de rendición de cuentas sobre el uso de los recursos que se ponen a su disposición.
Hacia una visión global del sistema educativo
Conscientes de que es mucho más lo que les une que lo que les separa, algunas universidades y centros no universitarios han puesto en marcha proyectos de colaboración. A veces esos proyectos trascienden el ámbito educativo y adquieren una dimensión socioeconómica destacable, para un territorio concreto, al incorporar también a centros e institutos de investigación, empresas tecnológicas y entidades sociales. La educación es una inversión que produce una gran rentabilidad a mediano plazo, como han puesto de manifiesto varios estudios. Las universidades y los centros del resto del sistema educativo contribuyen directa o indirectamente al desarrollo regional, pues crean puestos de trabajo cualificados directos, generan capital humano y tecnológico, fomentan el emprendimiento, aumentan la renta per cápita, etcétera.
Así se entiende la importancia que se le da a mejorar la conexión entre los centros educativos y el mundo empresarial, y a la transferencia de conocimiento y tecnología especialmente en el ámbito universitario.
Un único mapa educativo
Con frecuencia los mapas escolares tienen muy poco que ver con los mapas universitarios en cuanto a centros y titulaciones. En un mundo sin distancias, con una creciente movilidad estudiantil y un mercado laboral inestable, que probablemente obligará a muchos a cambiar varias veces de ocupación a lo largo de su vida, no puede caerse en localismos de corto alcance. Ni en todos los lugares se tienen que ofertar todas las ramas de la formación profesional, ni todas las universidades impartir un gran número de titulaciones, ni todas las ciudades de tamaño medio contar con un campus universitario. Pero sin llegar a suprimir estudios ya existentes, se puede elaborar una planificación educativa coherente de todo el sistema educativo y con perspectivas de futuro.
La clave está en elaborar un mapa educativo que sea al mismo tiempo integral, integrado e integrador. Integral porque incluya no sólo todos los centros y enseñanzas universitarias, y no universitarias, sino todos los elementos que conforman el sistema educativo, como servicios (orientación, transporte, residencias estudiantiles, etcétera) y equipamientos (redes, bibliotecas, instalaciones deportivas, etcétera). Integrado porque establezca conexiones directas entre centros y niveles educativos. Integrador porque contemple también toda la oferta de educación no formal, recursos a disposición del sistema educativo (museos, laboratorios, centros de salud, etcétera), organismos, instituciones y empresas que participan directa o indirectamente en la formación de recursos humanos, e incluso redes y convenios con centros y universidades extranjeras.
¿Cómo puede justificarse, por poner un ejemplo, que en un mismo lugar apenas existan contactos entre las universidades públicas y los centros públicos de secundaria o de enseñanzas artísticas y deportivas? Un uso más eficiente de los recursos públicos debería llevar a la utilización conjunta de bibliotecas, instalaciones deportivas y otros equipamientos, que actualmente están infrautilizados.
Un currículo más permeable
Se llame “proyecto curricular” en el ámbito no universitario o “plan de estudios” en el universitario, en el fondo estamos hablando de lo mismo. Es curioso comprobar que expresiones que hace muchos años llegaban a las aulas de infantil, primaria y secundaria, como “aprender a aprender” o “aprender a hacer y a emprender”, se introducen ahora en las universitarias. Con Bolonia se insiste en la centralidad del alumno; se aboga por la formación de grupos reducidos para posibilitar una enseñanza más individualizada; se valora el aprendizaje basado en la práctica, sin renunciar a la clase magistral; se plantea la evaluación continua y en algunas universidades se acepta, incluso, la “compensación” de calificaciones negativas, cuando a un estudiante le quedan sólo una o dos asignaturas para acabar la carrera.
De un tiempo acá, en todos los planes de estudio universitarios, al igual que en el resto de las etapas educativas, se hace referencia de forma profusa a la adquisición de “competencias”. El trasfondo es el mismo, pero hay diferencias en la forma de entender un concepto tan difuso. Mientras en los niveles básicos y secundarios las competencias se utilizan como referentes o indicadores, para realizar evaluaciones externas de los sistemas educativos, en el ámbito universitario están relacionadas con la definición de perfiles profesionales. El peligro está en considerar la competencia sólo desde su aspecto profesionalizante, ya que eso nos llevaría a diseñar titulaciones universitarias enfocadas casi en exclusiva hacia los requerimientos del mercado (“mercantilización”) y dejar en segundo plano algunas titulaciones de humanidades y sociales que no tienen traslado directo a una profesión.
Poco a poco van introduciéndose en las aulas universitarias nuevos planteamientos metodológicos que ya se venían utilizando en niveles inferiores, y viceversa. Pongamos sólo dos ejemplos, uno en cada sentido. Las tutorías personalizadas, con una larga tradición en secundaria, comienzan a institucionalizarse en la mayoría de las universidades. La utilización de las TIC como recurso didáctico en las clases, algo habitual en la universidad desde hace tiempo, incluso en las áreas humanísticas y sociales, se ha extendido después a otros niveles educativos.
Pero hay varios puntos en los que se puede avanzar mucho más en la coordinación internivelar referida a aspectos curriculares. Por ejemplo, podría formarse una comisión entre representantes de la universidad y de los institutos que imparten bachillerato para concretar la ponderación que la universidad va a dar a las materias de bachillerato que conducen a una determinada rama de conocimiento, en la prueba específica de selectividad, y no dejar esta decisión sólo en manos de la universidad. Y pueden programarse “cursos cero” a comienzo de curso, como ya se hace en algunas facultades, para “igualar” el punto de partida de los estudiantes que llegan a la universidad desde centros de bachillerato muy diferentes.
Insistir en la colaboración
Casi un tercio del profesorado universitario son asociados, en su mayor parte funcionarios de cuerpos docentes no universitarios que también imparten clase en la universidad. Ese trabajo, generalmente mal remunerado y no permanente, les permite desarrollar una cierta “carrera docente”.
Con una presencia tan importante de profesores que comparten docencia sería de esperar que hubiese coordinación entre los institutos y las facultades universitarias, actuando los asociados como puente entre los departamentos de las dos orillas. Esa coordinación es poco menos que imprescindible cuando se trata de abordar temas comunes, como las pruebas de acceso a la universidad, la maestría en formación pedagógica del profesorado de secundaria o las prácticas de magisterio en colegios de infantil y primaria.
Existen interesantes proyectos de cooperación, entre departamentos de secundaria y departamentos universitarios, en temas de investigación, pero sería conveniente que esas buenas prácticas recibiesen el suficiente apoyo institucional. Las administraciones educativas no deben olvidar que entre las funciones del profesorado también está la de investigación, y hay muchos profesores de infantil, primaria y secundaria que están perfectamente capacitados para llevarla a cabo. Los centros docentes, por otra parte, son un excelente laboratorio para el desarrollo de investigaciones de especial importancia para la mejora del sistema educativo, como la atención a la diversidad, la convivencia, etcétera.
Esa colaboración interdepartamental debería ser muy estrecha, y de carácter permanente, entre los departamentos de orientación de los institutos de secundaria y los tutores del primer curso de universidad.
También sería conveniente estrechar la colaboración entre el alumnado universitario y el de otros niveles educativos. Los campos de actuación pueden ser muchos, desde el fomento del voluntariado en tareas solidarias hasta la organización de campañas conjuntas (sostenibilidad, seguridad vial, etcétera) que refuerzan la responsabilidad social de los centros y las instituciones educativas. En algunas universidades se han tomado iniciativas muy loables para que estudiantes universitarios puedan colaborar, por ejemplo, en la atención a alumnos con discapacidad en actividades extraescolares de colegios, colonias escolares, etcétera. Otras facilitan la realización de prácticas en centros educativos de países en desarrollo, sobre todo para estudiantes de magisterio, trabajo social, salud, etcétera. Algunas promueven la convivencia (“vive y convive”) de estudiantes y personas mayores, que comparten vivienda, y así muchas más. Son iniciativas de “aprendizaje-servicio” que combinan el currículo académico con el servicio comunitario.
* Inspector de Educación. Zaragoza, España.
** Publicado originalmente en Cuadernos de Pedagogía, núm. 422, abril de 2012.
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