¿Qué tanta ciencia y de qué calidad se hace en México? ¿Dónde se produce la ciencia en México? ¿Para qué sirve la investigación universitaria? El autor, integrante del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, responde a estas preguntas.
En la últimas décadas las actividades de investigación en ciencias y humanidades, así como la generación de desarrollos tecnológicos y de aplicación innovadora de conocimientos, han conseguido alcanzar un grado de madurez importante, así como un nivel de consolidación que se refleja en el número de académicos que participa en estas actividades, de instituciones dedicadas a la generación de conocimientos por la vía de la investigación y el desarrollo de tecnologías, y por estructuras de regulación, coordinación y gobernanza encauzadas al propósito de fomentar y brindar condiciones para su desarrollo.
El panorama de la coyuntura actual es complejo. Por un lado, gracias a la reforma al artículo 3° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos se abrió un nuevo escenario que reconoce el derecho de toda la población a gozar de los beneficios de la producción científica y tecnológica, así como la obligación del Estado de fomentar y brindar los recursos indispensables para esa finalidad. Por otro lado, los pronunciamientos públicos de varias autoridades del sector parecen encaminar una nueva generación de políticas científicas y tecnológicas que, además de la función de fomento establecida en la ley, estarían marcando nuevos enfoques, prioridades y formas de operación determinadas por la intención de gobernar el sistema nacional de ciencia y tecnología con una perspectiva estrechamente vinculada al programa político del régimen en curso.
Aún están por definirse dos instrumentos básicos para la operación de la política respectiva: una Ley General de Ciencia, Tecnología e Innovación, que debe ser expedida en el transcurso de 2020, y el Programa Especial de Ciencia, Tecnología e Innovación que debe emitir el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología en fecha próxima. A reserva de conocer el contenido de esos documentos, y, por los tanto, la orientación definitiva de la política científica y tecnológica del sexenio en curso, la presente colaboración aborda tres temas planteados en forma de pregunta: ¿qué tanta ciencia y de qué calidad se hace en México?, ¿dónde se produce la ciencia en México? y ¿para qué sirve la investigación universitaria?
¿Qué tanta ciencia y de qué calidad se hace en México?
Ahora que parece estar de moda cuestionar los privilegios, las prerrogativas e incluso la actividad de quienes se dedican a la ciencia en el país es de interés ofrecer alguna aproximación a la pregunta que titula este primer apartado. Para ello acudiremos a algunos datos que ejemplifican los resultados de la producción científica nacional.
En primer lugar, los relativos al Sistema Nacional de Investigadores (SNI) que, como se sabe, es una fuente hasta ahora legítima de ponderación de quienes se dedican a la investigación en ciencias, humanidades y tecnologías. La cifra más reciente, la de 2018, indica que en México hay un total de 28,633 personas que forman parte de ese sistema. Se distribuyen del siguiente modo: 6,548 en la categoría de candidato, lo que representa poco más de una quinta parte del total (22.9%). Para acceder a esta categoría, que para todos los efectos prácticos es la puerta de entrada al SNI, se necesita cumplir con dos requisitos básicos: contar con grado de doctor y haber publicado, cuando menos, un trabajo en medios académicos reconocidos. Hasta hace poco había un tercer requisito: ser menor de 40 años, pero ya lo quitaron.
En el nivel 1 del sistema participan 15,145 académicos, donde se agrupa más de la mitad de la membresía total (52.9%). El perfil de este nivel representa a quienes se dedican profesionalmente a la investigación, están adscritos a alguna institución académica y son capaces de producir, en la vigencia trianual de su nombramiento, y demostrar una producción de investigación y formación de recursos humanos sistemática y continua. El segundo nivel del SNI contiene a 4,572 investigadores (16%); califican para esa categoría quienes, además de mantener continuidad en su producción académica y docente, pueden demostrar que su trabajo ha tenido un grado importante de repercusión al menos en el ámbito nacional. Por último, al nivel 3, el máximo del sistema, pertenecen sólo 2,368 académicos (8.3%); son aquellos que, aparte de los requisitos previos, demuestran que su trabajo es reconocido en el ámbito internacional de su disciplina.
Los estímulos que reciben los integrantes del SNI le cuestan al país 4.8 mil millones de pesos al año. ¿Eso es mucho o poco? Depende con qué se compare. La cifra equivale, aproximadamente, al subsidio que otorga la Federación a los partidos políticos para sus gastos; es inferior al dinero que se fugó de la “estafa maestra”, y equivale a una octava parte del presupuesto para el programa Jóvenes Construyendo Futuro.
¿Qué tanta ciencia se produce en México? También depende de los indicadores que se utilicen para resolver esta pregunta. Según la publicación “Principales indicadores cienciométricos de la producción científica mexicana 2018”, elaborada por el grupo consultor Scimago, al año más reciente de registro (2017) corresponde la cifra de 23,529 textos científicos publicados por académicos de México en revistas internacionalmente indizadas. Esa cifra es muy inferior a la correspondiente a las potencias económicamente desarrolladas, pero en el promedio regional es adecuada. En América Latina únicamente Brasil supera a México, aunque con el triple de producción. En la región sólo estos dos países han conseguido un promedio anual de publicaciones superior a 20,000 textos por año en el lapso 2013-2017.
Más relevante que el dato absoluto son los indicadores de calidad. Más de una tercera parte (38.2%) de los artículos de investigadores mexicanos se publicó, en 2017, en revistas de primer cuartil (Q1). Las revistas Q1 son aquellas que, en cada una de las disciplinas clasificadas, ocupan, por el número de citas recibidas a los artículos que se publican en ellas, el 25% superior de todas las revistas indizadas de su disciplina. Para decirlo coloquialmente, son las revistas “top”. Si se consideran, de manera conjunta, las revistas Q1 y Q2, resulta que los investigadores mexicanos consiguieron colocar en ellas más de 70% de su producción de 2017. Este indicador es importante como expresión de la competitividad internacional de nuestra ciencia.
Ahora bien, la gran mayoría de las revistas clasificadas Q1 y Q2 se produce en Estados Unidos y en países europeos; las revistas mexicanas en este rango casi pueden contarse con los dedos: son 14 en total. Lo anterior quiere decir que, como indica el informe citado, en revistas científicas mexicanas se publica apenas 13% de la producción científica relevante, según los estándares internacionalmente reconocidos, de los investigadores nacionales. Sólo 13%, dato que hay que retener.
También es un indicador de calidad que 2,130 de los artículos de investigadores mexicanos publicados en 2017 se ubican dentro del 10% más citado de su campo, aunque se reconoce que la mayoría de estos artículos calificados de “excelentes” son producidos por colectivos de investigación de carácter internacional. No es un mal indicador, sin embargo, porque expresa la capacidad de colaboración internacional de los científicos del país.
¿Por qué si en México se produce ciencia de buen nivel de calidad, con capacidades de proyección en los circuitos internacionales, el impacto en términos de transferencia tecnológica es escaso? Hay varias razones, pero debilitar el eslabón de producción de conocimientos no es la respuesta.
¿Dónde se produce la ciencia en México?
Principalmente en las universidades públicas. Al menos ése es el dato que arroja el listado 2019 de los integrantes del SNI. Según esta fuente, el total de investigadores vigentes, en las distintas categorías del sistema, asciende a 30,548 personas. De ellas 11,472 (37.6%) son académicas y 19,076 (62.4%) son académicos. No sobra advertir que esta distribución es elocuente de la brecha de género que todavía hace falta remontar en el sector.
La repartición por categorías de integrantes del SNI mantiene la forma triangular que lo ha caracterizado desde sus orígenes: a la candidatura, que es la puerta de entrada al sistema, corresponde 24.5% del total; en el primer nivel se ubica más de la mitad de la membresía (52.3%); en el segundo 15% de ella, y en el tercero, donde se ubica a los integrantes con mayor consolidación académica, sólo 8.2% del total. Estos datos corresponden a la distribución nacional, aunque, como se verá, son muy variables al observarlos por conjuntos institucionales.
Los académicos adscritos a las universidades públicas del país representan la principal concentración de integrantes del SNI. En ellas, mayoritariamente en las autónomas, se concentra 56.8% del total de investigadores del sistema (17,365 personas). Del grupo de universidades públicas, la UNAM encabeza la lista conforme al total de académicos incorporados al sistema: 4,812, lo que representa 15.7% del total nacional. Continúan la lista la Universidad Autónoma Metropolitana y las universidades autónomas de Guadalajara, Nuevo León, Puebla, Estado de México y Guanajuato.
La segunda concentración relevante, en orden de magnitud, es la del grupo de centros públicos de investigación (CPI) reconocidos por el CONACyT. Esta comunidad participa con 2,514 investigadores provenientes de las 27 instituciones que forman parte de ese colectivo. Los investigadores de los CPI representan 8.2% del sistema.
Prácticamente con el mismo volumen absoluto que los CPI, la concentración correspondiente a las instituciones públicas de tipo tecnológico —el Instituto Politécnico Nacional, los planteles del Tecnológico Nacional de México, así como las universidades politécnicas y las tecnológicas— es de 2,270 académicos del SNI, que representan 7.4% de la membresía nacional.
En seguida está el grupo de investigadores que trabajan en el sistema de salud, es decir, los institutos nacionales de salud, los hospitales generales de la Ciudad de México y de los estados, así como los hospitales privados. Ese conjunto aglutina a un total de 1,786 investigadores nacionales, o 5.8% del gran total. Posteriormente, siguiendo el orden numérico, está el conglomerado que reúne a los académicos de universidades y de otras instituciones educativas del sector privado, con 1,526 investigadores nacionales, que representan 5% del sistema.
Como un caso aparte conviene registrar a los investigadores del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados (Cinvestav), que cuenta con 764 miembros del SNI distribuidos en los 37 departamentos que integran el centro en varios puntos del territorio nacional. Aunque el Cinvestav representa 2.5% de la totalidad del sistema, es destacable en dos aspectos: primero, que prácticamente la totalidad de los investigadores del Cinvestav (más de 95%) forman parte del SNI en sus distintas categorías. En segundo lugar, quizás lo más importante, que es la institución con la mayor proporción de investigadores en el tercer nivel: 28.8% contra 17.5% en la UNAM y 14.6% en los CPI.
En la distribución por áreas de conocimiento (el SNI está organizado en torno de siete grandes grupos disciplinarios) hay una doble condición: grupos institucionales especializados y, por lo tanto, concentrados en las correspondientes áreas de conocimiento, y conjuntos institucionales con un equilibrio disciplinario más balanceado. A la primera condición corresponde el conglomerado de instituciones de educación superior (IES) tecnológicas en las que la participación en las áreas de humanidades y ciencias sociales es casi marginal; en cambio, representan segmentos importantes en los campos de ciencias exactas, naturales y de tecnología. También es el caso de los investigadores adscritos al sector salud, cuya participación es mayoritaria en el área denominada “medicina y ciencias de la salud”. Estos investigadores representan casi 40% del total de esa área.
La segunda condición es la típica de las universidades públicas, con una distribución que tiende a replicar las proporciones en que se distribuye por áreas el sistema. En este rubro, la UNAM se distingue del resto del subconjunto pues aporta una proporción muy importante de investigadores en dos áreas: físico-matemáticas y ciencias de la tierra (área 1) y química y biología (área 2). En ambos casos, la UNAM concentra más de 25% del grupo de investigadores correspondientes a esas áreas. Junto con ello, es interesante que la UNAM y el Cinvestav son las únicas dos comunidades en las que los académicos de esas áreas representan a más de la mitad de la membresía institucional en el SNI.
Volvamos a la pregunta de este apartado ¿dónde se produce la ciencia de México? En las universidades, sí; pero no sólo ahí: también en los hospitales, en los centros públicos de investigación y en conglomerados académicos como el Cinvestav. Que se limite la actividad de investigación que ahí ocurre es un enorme riesgo para las opciones de desarrollo del país.
¿Para qué sirve la investigación universitaria?
Desde una perspectiva económica, la importancia de la investigación científica y tecnológica se aprecia en la medida de su contribución al valor de productos y servicios. En esa lógica, el conocimiento se incorpora a los procesos productivos mediante varias operaciones: transferencia tecnológica, sistemas de producción, comercialización, mercadeo y gestión empresarial, entre otros. Como se sabe, los países más desarrollados establecen su competitividad a partir de una adecuada articulación entre el sistema generador de conocimientos, el sistema productivo y los servicios. Esa articulación da lugar a los denominados “sistemas de innovación”, así como a un conjunto de relaciones sociales y económicas que se resumen en la expresión “sociedad del conocimiento”.
La constatación de procesos de esa naturaleza en Europa, Norteamérica y el Sudeste Asiático ha llevado a reconsiderar positivamente el papel de las universidades en cuanto agencias claves para los proyectos de desarrollo nacional, ya que ellas han sido históricamente lugares de generación y transmisión de conocimiento. Aunque también, en buena medida, esta perspectiva conlleva el riesgo de reducir la importancia de la investigación académica a sus posibilidades de aplicación práctica o de realización en el mercado.
Por ejemplo, en nuestro medio se insiste en ponderar la función de la investigación de las universidades principalmente porque sus resultados pueden, o cuando menos podrían, ser de utilidad para determinadas áreas de aplicación. Se celebra y es motivo de publicidad que tal o cual universidad establezca algún convenio, con alguna empresa o con el gobierno, para vincular cierta línea de investigación a determinado proceso productivo. Por el contrario, quienes cuestionan que se haga investigación en las universidades, o que se destinen importantes recursos a esa actividad, utilizan como argumento la escasa aplicación que ésta ha tenido en la economía, su corto alcance internacional o la mínima transferencia tecnológica involucrada. En el extremo, se critica la existencia de áreas de investigación que no producen resultados directamente asimilables a la solución de problemas prácticos, como es el caso de las humanidades clásicas.
Este debate pasa por alto que la razón de ser de la investigación universitaria no consiste, ni única ni principalmente, en generar resultados que mediante tecnología se incorporen a procesos o mercancías. No, en las universidades la investigación es una función correlativa a la docencia: si en esas instituciones se realiza investigación, en diferentes áreas y disciplinas, la probabilidad de contar con un sistema formativo de buena calidad se multiplica. Lo contrario también es verdad: si se suprime o se acota la opción de realizar investigación en las universidades, también se reducen las oportunidades de acceso a conocimientos de frontera y, por lo tanto, se merma la calidad educativa que se brinda a los estudiantes.
El vínculo entre investigación y enseñanza tiene varios ángulos. Uno es que los recursos materiales para la investigación (laboratorios, equipos, instrumentos y acervos) también tienen un uso favorable para la enseñanza; otro, que la experiencia de investigación transmite a los estudiantes no sólo conocimientos sino también una perspectiva genuinamente académica, que se sintetiza en la consabida frase de “aprender a aprender”, hoy más importante que nunca. Hay, además, una comprobada sinergia entre las actividades de investigación y docencia cuando los académicos practican ambas disciplinas.
En efecto, el profesor que investiga y el investigador que enseña son prototipos del académico universitario que mejor sirve a los objetivos de las instituciones de educación superior. Además, en esas figuras académicas encuentra posibilidades de realización efectiva el postulado de libertad de cátedra que concierne directamente a la autonomía universitaria. Porque únicamente el profesor-investigador cuenta con la capacidad de controlar plenamente el contenido de su cátedra, de actualizarlo según las corrientes contemporáneas y de transmitir los nuevos avances en la especialidad que cultiva.
No hay que olvidar que un propósito central de las universidades es formar a los profesionistas que necesita México hoy y que requerirá mañana. Los ingenieros, médicos, abogados, biólogos o filósofos que egresen de las universidades del país serán más o menos competentes según se hayan formado en ambientes escolares rigurosos o laxos, y según hayan adquirido sus conocimientos y sus destrezas profesionales en instituciones en que los criterios y las prácticas académicas predominan, o bien en ámbitos que sólo exigen la memorización de contenidos y la repetición rutinaria de procedimientos.
Lo que está en juego es bien delicado y compromete a la sociedad en su conjunto. Fortalecer hoy la opción de universidades públicas que integran funciones de investigación, docencia y difusión nos permitirá contar mañana con buenos profesionistas, mejores que los que hay ahora. Lo contrario, nos condena al atraso.
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