Tendría unos nueve años de edad cuando mi madre nos convocó a mi hermana, a mi hermano y a mí para empezar una novena. Durante nueve días ininterrumpidos rezaríamos el rosario para pedir a san Judas Tadeo que intercediera ante Dios para que mi padre no fuera a quedarse sin trabajo. El titular de Industria y Comercio, la secretaría donde mi padre laboraba, había sido postulado como candidato a la gubernatura de Michoacán. Acababa de renunciar a su cargo, lo cual iba a implicar movimientos.
Mi padre hablaba a menudo de su jefe, por lo que el nombre de Carlos Torres Manzo (1923-2019) no me era ajeno. Como supe después, lo consideraba un troubleshooter —un solucionador de problemas— y un diestro operador pragmático, al que solían encomendársele tareas políticas delicadas.
En ese momento, sin embargo, no entendí por qué se lanzaba a contender por una gubernatura, dejando a sus colaboradores en la incertidumbre. Recuerdo la devoción con la que rezamos mi madre y mis hermanos —los cuatro de rodillas ante la imagen del Sagrado Corazón— y la alegría que nos dio saber que José Campillo Sainz, el nuevo secretario, había confirmado a mi padre en su cargo: la novena había surtido efecto.
Quince años después, yo trabajaba en la dirección general de Publicaciones y Medios de la SEP y, por diversas circunstancias, me hallé sentado al lado de Torres Manzo, en la comida que ofrecía Rogelio Álvarez, director de la Enciclopedia de México. Más que el troubleshooter, me pareció un hombre simpatiquísimo, culto y bien informado. Tuvimos una conversación tan fluida que aceptó una invitación a desayunar conmigo unas semanas después.
Un encuentro con él, tête à tête, revestía para mí un triple interés: era el antiguo jefe de mi padre; había ocupado el mismo cargo que, en la época de Venustiano Carranza, ocupó León Salinas, hermano mayor de mi abuela materna y, por añadidura, como colaborador cercano de Luis Echeverría y José López Portillo era un hombre del que yo tenía mucho que aprender. Me costó disimular mi entusiasmo.
Por aquella época, yo estaba deslumbrado por la actividad política. Me había propuesto ser secretario de Estado. “¿De qué depende serlo?”, pregunté con avidez a mi nuevo amigo. Su respuesta no pudo ser más descorazonadora: “De la suerte”. En su opinión, todo era producto del azar. “Ya ves: si no nos hubieran sentado juntos ese día, hoy no estaríamos conversando”. Y si había una actividad fortuita, concluyó, ésa era la política.
Aclaró que la política se movía por las mismas reglas de todo grupo, pero a escalas mayores: “Así, como en un salón de clases hay buenos compañeros, matones y envidiositos, así ocurre en una entidad federativa, en un país o en la comunidad internacional”. Pese a la diferencia de edad —era incluso mayor que mi padre—, aceptó mi amistad con una generosidad que siempre agradecí. Me acogió como a un discípulo aplicado.
Al paso del tiempo, me narró con desparpajo toda suerte de anécdotas. Recuerdo, en particular, la de un par de amigos suyos a los que designó subdirectores en Industria y Comercio. “Queremos ser inspectores”, protestaron ambos. “Un subdirector gana más”, les tranquilizó. “Sí”, gimieron ellos, “pero un inspector tiene forma de compensar su sueldo. Un subdirector, no”.
Con lujo de detalles, me refirió los desencuentros que, ya como gobernador de Michoacán, tuvo con los arriaguistas. También, los pactos que se vio obligado a hacer con ejército, iglesia, comerciantes y “fuerzas vivas” de la entidad. Me habló de sus satisfacciones y frustraciones en el ejercicio de gobernar. Yo lo escuchaba boquiabierto.
Le pregunté qué era mejor, si ser secretario de Estado o gobernador. Ahora, su respuesta no me decepcionó: “Después de ser presidente de la República, ser gobernador es lo mejor que le puede ocurrir a un político mexicano. Eres amo y señor. Tu principal desafío es negociar presupuestos con la Federación… Ser secretario, en cambio, consiste en eso: en ser ayudante. De alto nivel, sí, pero ayudante”.
Siempre con tono didáctico, describió aquellas sesiones maratónicas en las que Echeverría iba llamando a uno por uno de sus colaboradores, hasta reunir a medio gabinete, para resolver el problema de una tubería mal instalada que impedía que llegara el agua a un hospital. La sesión, que había empezado a las doce del mediodía, terminaba a la una… de la madrugada.
“Era incansable”, decía. “Tenía una energía descomunal”. Él también poseía aquellos ímpetus. Quizás por ellos, el presidente lo invitó a formar parte de su equipo. Me refirió la vez que, de ida a un evento, Echeverría hizo detener el convoy para atender a un grupo de inconformes que hacían valla al lado del camino. Ordenó al secretario de Industria y Comercio zanjar el conflicto. De regreso, el grupo opuesto provocó que el presidente detuviera el convoy de nueva cuenta. Ordenó lo mismo. “¿A cuál de los dos grupos respaldamos?”, preguntó él. “A los dos”, respondió el presidente.
A las críticas que yo formulaba a la demagogia echeverrista, él salía, invariablemente, en defensa de su jefe: “Era un hombre bien intencionado”. Yo enumeraba su dispendio y sus proyectos faraónicos fracasados. “Era un hombre bien intencionado”, insistía él. Su tono no dejaba lugar a dudas: era momento de dar un giro a la conversación.
Cuando ganó Salinas, aceptó la invitación que le hizo Carlos Hank González para encabezar el programa para privatizar los ingenios azucareros. Con un pragmatismo que me escandalizó, el mismo servidor público que los había arrebatado de las manos de sus propietarios, ahora los devolvía. “Así es la política”, se encogió de hombros. Le divertía mi ingenuidad.
Me sorprendió por ello que, al poco tiempo, presentara su renuncia. Cuando quise saber por qué, me lo confesó: un día se había levantado a las cuatro de la mañana para tomar un avión y, ya en el vuelo, decidió que ya no estaba en edad para aquellos trajines. Lo que quería era tiempo para leer y escribir. Y lo hacía bien.
En los textos que recopiló en su libro Ensayos y discursos combina un tono académico con otro coloquial. Lo mismo habla de Keynes que de su encuentro con Vasconcelos; de Lázaro Cárdenas que de Carlos Hank. Llegué a reprocharle que sus aproximaciones tuvieran más de la edulcorada cortesía de Torres Bodet que de la vehemencia de Vasconcelos. “¿Tú crees que me atrevería a criticar a quienes me apoyaron?”, se justificó. Con El ameritado profesor Urzúa se aventuró en la novela.
También anhelaba tiempo para jugar al tenis —hasta el final de sus días fue un adversario de cuidado— e impulsar la Universidad Latina de América, que él y unos amigos habían inaugurado. Se trataba de una propuesta que llenaría un espacio para ciertos grupos que no habían hallado la oferta educativa que buscaban en Michoacán.
Había dejado de dar clases, pero no podía contener su espíritu didáctico. A mí me engolosinaba escuchar a un hombre de su visión, experiencia y franqueza. Un día, sin embargo, ésta me dolió: “No te veo tablas para la política”, sentenció: “Para entrar en ella hay que tener resentimientos, cuentas pendientes por cobrar, menos escrúpulos de los que tú tienes… Te veo muy sano. Mejor dedícate al derecho, a la academia o a la literatura”.
No perdió ocasión de poner de manifiesto mis tropiezos. En una ocasión, me invitó a impartir una conferencia a su universidad y cuando, a la hora de la comida, decliné probar las vísceras que sirvieron, explotó: “¿Y así quieres ser político, mano? Un político come lo que le den, donde se lo den. Si vas a un pueblo y haces el fuchi a lo que te ofrezcan, no vuelven a invitarte. Y de su voto, ni hablar. Tienes que aprender a comer de todo. La comida es parte de la política”.
Torres Manzo me ayudó a conocer mis limitaciones. A descubrir que la afición al futbol —si vale la metáfora— no bastaba para hacer a un futbolista si éste tenía una pierna lesionada que le impidiera desplazarse por la cancha. Esto no significaba, desde luego, que no pudiera ver un partido, entenderlo, gozarlo y hasta describirlo como cronista (“Detrás de cada historiador hay un político frustrado”, advirtió Emil Ludwig).
Me hizo ver el mundo con serena crudeza, sin renunciar a la responsabilidad. Cada encuentro con él significaba un baño de realismo. Más que nadie, fue él quien me ayudó a descifrar el discurso con el que aquellos que se ostentaban como héroes y redentores ocultaban sus intereses.
Más allá de las simpatías o antipatías que despierte su labor en la política, don Carlos, como le decía todo mundo, fue una influencia significativa en mi manera de descifrar el mundo. Nunca perdió su aliento lúdico. Lo invité como testigo a mi boda, pero me envió una copia fotostática de sus boletos de avión. “Lamento mucho no poder acompañarte”, escribió al margen, “tenía previsto este viaje desde hacía meses”.
El que no tenía previsto fue el que emprendió el 14 de octubre de 2019. A sus 96 años, mientras esperaba a un amigo con el que, seguramente, hablaría de su salud de hierro, se le detuvo el corazón. Fue una muerte admirable, como lo fue su vida. Durante el resto de la mía, cada vez que enfrente un problema, no podré dejar de preguntarme: “¿Qué pensaría de esto Torres Manzo?”
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