A finales de noviembre de 2018, a cinco días del cambio de gobierno, el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) informó que 59% de los alumnos mexicanos había reprobado la prueba de matemáticas del Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes (PLANEA). En lenguaje y comunicación, 49% de los estudiantes obtuvo resultados “insuficientes”.
Las puntuaciones se emitieron en una escala de 200 a 800, teniendo una media de 500. A nivel nacional, en matemáticas se obtuvo un promedio de 503, mientras que en lenguaje fue de 501. Si comparamos estos resultados con los que se obtuvieron hace tres años, sólo hubo un aumento de tres cifras en la primera área, mientras que en la segunda fue de un punto. Es decir, no sólo fueron insuficientes los resultados, sino que el avance en tres años prácticamente fue nulo.
Mejorar la calidad académica a nivel elemental resulta indispensable, por donde se mire. Asimismo, es necesario hacer que el promedio de crecimiento se acelere, pues tan sólo llegar al mínimo suficiente tardaría más de un siglo en cada rubro.
Como para responder a este doloroso diagnóstico, el presidente Andrés Manuel López Obrador dio a conocer su iniciativa para la derogación de la reforma educativa, el pasado 12 de diciembre. Para empezar, anunció que desaparecía el INEE, como si matar al mensajero fuera la solución.
Entre otras cosas, el presidente hizo hincapié en que aquellos maestros que fueron cesados por la evaluación docente serían restaurados en sus plazas y que se generaría una nueva forma de calificar al magisterio. En lugar de ser punitiva, esta evaluación privilegiaría su capacitación y actualización.
La primera reacción fue de algunos líderes sindicales, que ya anunciaron, eufóricos, el porcentaje de plazas que se asignará a los “maestros leales”. Esto asusta.
Desde luego, hay que celebrar algunos aspectos de la contrarreforma educativa. Para empezar, ésta no desconoce la evaluación de los maestros para su ingreso o promoción. Cambiarán los requisitos, sí, pero en tanto la evaluación se mantenga hay motivos para la esperanza.
Esta misma continuidad se da a las escuelas de tiempo completo, lo cual es una magnífica noticia. Si a esto sumamos el anuncio de la “academia para directores”, las propuestas del nuevo gobierno no parecen tan disparatadas. Pero —además de la desaparición del INEE— hay otros nubarrones.
La política de primera infancia, que se esperaba en este paquete, siguió ausente. En cuanto a la obligatoriedad de la educación superior y los recursos para crear 100 universidades, la declaración se antoja una cuestión demagógica.
Regalar títulos disminuye la presión y el resentimiento social, pero es arriesgado: a la larga, la mala preparación de nuestros profesionistas repercutirá en el desarrollo de México y tendremos un retraso notable. No todo el mundo nació para desempeñar tareas académicas, o para ser técnicos en áreas complejas, así le pese a los promotores de la igualdad a rajatabla.
Por otra parte, las 300,000 becas que se anuncian —regalar dinero sin ton ni son— se antoja una forma de comprar votos para las próximas elecciones, pues los subsidios no estarán ligados a compromisos para preparar a los jóvenes y garantizar su productividad o sus aportaciones al desarrollo nacional.
En cuanto al INEE, el gobierno federal, a través de la Secretaría de Educación Pública, podrá manipular los resultados del aprendizaje a su antojo y, pudiendo copiar en los exámenes o no pudiendo, los niños mexicanos serán tan competentes o tan incompetentes como lo decida el gobierno federal, según sus metas políticas.
Si queremos un mínimo de control académico, será necesario sustituir al INEE con otro organismo independiente. Esto no va a gustar a los grupos clientelares pero, en educación como en política —y como en todo—, las buenas intenciones no bastan. Lo que está en juego es el futuro de México.
Ángel M. Junquera Sepúlveda
Director
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