En menos de un mes, el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) fue testigo del suicidio de dos de sus estudiantes. El hecho desató la consternación, frustración e, incluso, miedo de alumnos, familiares, administrativos, ex alumnos y otros miembros de la comunidad. ¿Qué estaba ocurriendo en una de las instituciones académicas más prestigiosas del país?
Durante el acto conmemorativo por el fallecimiento de la joven, se escuchó la voz de un alumno decir: “En otoño de 2018, intenté suicidarme por la escuela y por otros factores de mi vida. Levante la mano quien ha intentado suicidarse en esta universidad”. A ello, siguieron distintas voces.
Lo anterior desató un movimiento estudiantil que ahora exige a las autoridades universitarias modificar las reglas de aprobación de algunas materias y evitar que un alumno becado pierda el apoyo económico por una mala calificación. Buscan la misma calidad educativa, pero con mayor flexibilidad con el fin de evitar colapsos mentales entre los estudiantes.
Estos acontecimientos, ciertamente, son una llamada de alerta ante la situación que viven los jóvenes en la actualidad. Los altos niveles de exigencia académica son detonantes de estrés, ansiedad e, incluso, depresión. Pero ¿podemos afirmar que las políticas educativas de una institución determinan la estabilidad emocional de los alumnos?
El fenómeno del suicidio adolescente es una tendencia global a la alza que afecta a millones de personas. De acuerdo con un estudio realizado por el hospital Brigham and Women’s, en Boston, uno de cada cinco universitarios ha pensado en suicidarse y, según la Organización Mundial de la Salud, ésta es la segunda causa de muerte en jóvenes de 15 a 29 años de edad.
Lo anterior revela que los hechos ocurridos en el ITAM son un síntoma de un fenómeno mayor que afecta a todos los jóvenes del mundo. Por ello, en lugar de preguntarnos qué ocurrió en el ITAM habría que pensar por qué se incrementa la tasa de suicidios entre los jóvenes.
La respuesta es multifactorial. En ella inciden aspectos familiares (¿es sólo la presión de la escuela o también de la familia?), biológicos (la depresión implica falta innegable de algunas sustancias químicas y neurotransmisores), psicológicos y sociales. Pese a esto, se observa como factor en común la correlación entre afecciones mentales y el incremento de los niveles de estrés y depresión en el desarrollo de algunas sociedades con altos índices de competitividad.
La tragedia nos obliga a abrir los ojos ante una realidad latente: los jóvenes son una población altamente vulnerable. Podemos buscar culpables y responsabilizar a las instituciones, pero eso no aliviará el dolor de la familia, ni evitará sucesos similares.
Lo que puede hacerse para intentar revertir el fenómeno es ser sensibles ante la importancia de la salud mental. En la actualidad, sólo 2% del presupuesto de salud es para ese rubro y únicamente una de cada cinco personas con algún trastorno recibe atención. En México, cerca de 30% de la población tiene alguna afección emocional. Es momento de cuidar a nuestros jóvenes (y a nuestros adultos) y de buscar revalorar la salud de éstos.
Las universidades de México —y de todo el mundo— tienen que dedicar más tiempo a examinar sus programas al respecto pero, también, a sensibilizar a sus maestros (muchos de los cuales dan clases como terapia para sus propios traumas) sobre la importancia que implica una mente sana.
El ITAM dio un paso importante al crear un programa de salud emocional en la nueva Dirección de Asuntos Estudiantiles. Falta, ahora, concientizar a la población: cuando existe una enfermedad, se acude al médico. Igualmente, cuando hay una afección mental es necesario consultar a un profesional. Si esto no ocurre, de poco servirán las mejores escuelas y los mejores profesores para atender a los alumnos vulnerables.
Ángel M. Junquera Sepúlveda
Director
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