Con una brillante trayectoria académica que lo ha llevado, entre otras aportaciones, al descubrimiento de más de 60 nuevos genes humanos, el científico español Carlos López Otín también ha estado en el ojo del huracán por las acusaciones que ha recibido de «manipulaciones inapropiadas» en diversos artículos de investigación. En esta entrevista nos habla de su quehacer científico, de los desafíos que hay que enfrentar en el seno de la comunidad científica y de las posibilidades que el ser humano tiene de ser feliz tomando como referencia su genoma.
Tomando en cuenta que es considerado uno de los científicos más importantes de Europa y, muy probablemente, el más importante de España, ¿qué responsabilidad supone eso para usted?
Más allá de la exageración de tu juicio, es una carga considerable. La necesidad de demostrar que es posible hacer una actividad científica comprometida desde un entorno difícil y pequeño es la principal responsabilidad. Por supuesto que hay otros colegas en España que sostienen esta antorcha de la actividad científica española, pero quizá lo que distingue nuestro trabajo es haberlo desarrollado en un entorno muy poco convencional (Asturias). De hecho, nuestro laboratorio ha sido objeto de estudio en este sentido por el Instituto de Empresa en España o por algunas otras entidades en el ámbito de la economía que han tratado de analizar cuáles son las claves que permiten nuestra actividad y nuestro relativo éxito, considerando que tenemos diversos factores en contra.
Sabemos que hace poco pasó por momentos verdaderamente difíciles. Por una parte, sufrió la pérdida de los ratones de laboratorio con los que hacía sus investigaciones y además fue víctima de una andanada orquestada de cuestionamientos malintencionados en contra de sus investigaciones.
Sí, pasé por momentos muy difíciles. En el mundo de hoy es fácil que las personas se aniquilen unas a otras con armas de destrucción masiva, que no son instrumentos mecánicos, sino emocionales. Supongo que no está mal que de vez en cuando suframos para darnos cuenta de lo que teníamos. Un famoso escritor francés decía que la felicidad es muy difícil de definir, pero se le distingue muy bien por el ruido que hace cuando se va. Eso es algo que he notado mucho en los últimos dos años. Ahora me enfoco en la reconstrucción, primero del laboratorio que fue muy dañado, y después en una reconstrucción personal. Tengo muy buenos argumentos para salir adelante: uno es el apoyo social; otro es la responsabilidad de sacar adelante a mis estudiantes que han depositado en mí su confianza para completar su formación.
Esa época tan complicada de su vida dio lugar a que escribiera un libro que ha sido un fenómeno literario: La vida en cuatro letras. En esos momentos difíciles cuando lo único que se ve son sombras, ¿de dónde se adquiere la fuerza para salir adelante?
Creo que la fuerza está dentro de uno mismo. Obviamente, se necesita el apoyo de nuestro entorno, de amigos cercanos, o de personas que tal vez no son tan cercanas pero que son capaces de tocar la tecla emocional adecuada y ayudarnos a reparar las heridas del alma.
En su origen, el libro fue de autoayuda, para ayudarme a mí mismo, pero de manera extraordinariamente inesperada se ha convertido en un libro de ayuda para muchísimas personas. Lo sé porque he recibido los mensajes y las palabras directas de los lectores. Las sesiones de firmas después de la presentación del libro se extienden, en algunos lugares, hasta la madrugada conversando con los asistentes. Interpreto que es un acto para compartir emociones, y cada firma no consiste solamente en estampar una dedicatoria en la primera página sino en intercambiar sensaciones, sentimientos y dificultades vitales.
En su texto menciona que los seres humanos tenemos la sensación de que nuestra vida está bajo control. ¿Cree usted que dicha sensación es falsa y puede resultar perjudicial?
Hay distintas formas de controlar nuestras vidas. Considero que en la sociedad actual hay una serie de formas de control que son distintas a las que había anteriormente. En el libro se analizan todos y cada uno de estos aspectos desde un sustrato biológico a un sustrato tecnológico y todo lo que quepa en medio, incluyendo la enfermedad.
El control final, curiosamente para mí, es el control del descontrol, el azar. El azar es el punto clave al que la especie Homo sapiens sapiens (el hombre que sabe que sabe) todavía está expuesto. Y mientras las fuerzas del azar estén presentes de una manera tan imponente, ese mismo azar que hizo posible el amanecer de la vida en nuestro planeta será el que también haga posible la pérdida o la transformación de algunas o muchas especies, incluyendo la nuestra. Ese gran azar todavía no podemos controlarlo, y ante ello el libro avanza en la discusión del progreso hacia la inteligencia artificial, hacia nuevos modelos tecnológicos y económicos para entender la vida y a la sociedad.
Mi conclusión es la invención teórica de una nueva especie que llamo Homo sapiens sentiens 2.0, que es una especie que no quiere asumir que la mujer o el hombre más felices del mundo, en este siglo, de acuerdo con los vaticinios, será un robot. En el libro se habla mucho de la enfermedad como uno de los retos fundamentales para conseguir el bienestar emocional. Si logramos evitar o retrasar las enfermedades, mejoraremos nuestro bienestar emocional.
En este sentido hay un colega suyo, Yuval Noah Harari, que habla sobre el hombre que pretende alcanzar la inmortalidad una vez que ha podido vencer el hambre, la guerra y la enfermedad. De acuerdo con su experiencia, ¿qué tan cerca estamos de vencer a la muerte?
Por supuesto que sus libros han alcanzado un éxito extraordinario. Constituyen una reflexión brillantísima por parte de un historiador. Pero Yuval no es un biólogo y no es un investigador científico. Por ello, mi perspectiva sobre el logro próximo de la inmortalidad es muy crítica. He tenido ocasión de contemplar la enfermedad humana en primera línea. Un día a la semana durante varios años me he dedicado íntegramente a recibir a todos aquellos enfermos que acudían a nosotros en busca de salud o de conocimiento, cuando las opciones más convencionales se habían agotado y tal vez podíamos aplicar las nuevas tecnologías.
En todo este escenario, no concibo la necesidad de la inmortalidad. Creo que mientras tengamos un pequeño componente de material biológico en nuestro organismo, mientras sigamos siendo sapiens sentiens y no unas meras máquinas programadas, que además aprenden, no será posible la inmortalidad. Nuestra esencia humana y también la de cualquier organismo pluricelular es la imperfección, y de la imperfección llegamos hasta aquí después de un larguísimo viaje de más de 3,000 millones de años.
Lo que se pretendería, en mi opinión, es que muchos pudieran llegar a una edad más avanzada en una situación sostenible con un entorno social adecuado. Todo lo demás sería un artificio que llevaría a unas desigualdades sociales extraordinarias y a crear nuevos problemas, porque por ahora la muerte a todos nos iguala y a todos nos alcanza.
En este sentido, hay un tema recurrente en el libro: la felicidad. Cita a Abderramán III, que contaba 14 días de felicidad completa durante su vida entera. ¿Usted cree que nosotros, en general la especie humana, podemos aspirar a más de esos 14 días de felicidad absoluta?
El libro comienza discutiendo quiénes son mis campeones de la felicidad. Desde hace mucho empecé a notar que había algunas personas que están en un nivel superior de felicidad y eso siempre me ha atraído. Nunca me han resultado atractivos aquellos que tienen un nivel económico superior. La historia me trajo la cita de Abderramán III, un hombre inteligente, poderoso y culto. Sin embargo, cuando iba a despedirse de la vida señaló que sólo había tenido 14 días de felicidad plena. Esta me parece una buena lección que indica que la felicidad plena, esa que nos hace perder el control, es muy escasa y que no debe ser nuestro objetivo fundamental…
¿No estamos obligados a ser felices?
No. Y ahora parece que la sociedad nos obliga a serlo de una u otra manera. Y si no se puede, más vale disimular, porque si no transmites felicidad, por banal o artificial que sea, eres parte de un estamento marginal y fracasado.
Por eso considero que es más realista pensar en un bienestar cotidiano, construido a base de pensar más en el presente que en el futuro o que en el pasado, y sobre todo interactuar más con quienes nos rodean y no sólo pensar en nosotros mismos.
Después de todo lo que ha vivido, momentos buenos y malos, ¿usted diría que la naturaleza humana es esencialmente bondadosa o que no lo es?
Esta cuestión la he analizado mucho desde un punto de vista científico. En el libro escribo la primera fórmula genómica de la felicidad. En el genoma de dos personas distintas hay aproximadamente unos tres millones de diferencias en esta larga tira de 3,000 millones de letras que componen nuestra historia vital. Algunas de estas variantes que llamamos polimorfismos nos regalan talentos o generan ciertas predisposiciones a enfermedades, pero también al bienestar emocional.
Una persona que acumula en su genoma un gran número de estas variantes de bienestar emocional tendrá una importante sensación basal de felicidad y será la típica persona alegre, contenta, optimista, generosa y altruista. Sin embargo, lo mismo se puede escribir de la maldad, de la perversión y del egoísmo, aunque personalmente prefiero pensar en las variantes de la felicidad.
¿Tan determinante es la genética?
En nuestro genoma todo o casi todo está escrito, pero no de modo determinista sino probabilista. Lo mismo que escribí la fórmula de la felicidad —porque trato de escribir de modo positivo— podría haber escrito una propuesta de fórmula de las emociones negativas. De hecho, considero que de manera natural la evolución favoreció a aquellos que eran más egoístas y capaces de liderar grupos para aprovechar el esfuerzo de todos. El egoísmo también está escrito genéticamente, pero estas fórmulas siempre serán incompletas e imperfectas. El ser humano, en su maravillosa transición del cerebro animal a la mente humana, adquirió unos comportamientos que pueden estar lejos de la bondad; pero cualquier fórmula genómica, cualquier mensaje escrito en nuestro lenguaje genómico, necesita interaccionar o sumar la información de al menos otros dos lenguajes biológicos.
El primero de los lenguajes de la vida es el lenguaje genómico, el lenguaje de estas cuatro letras: A, C, G y T. Una vocal y tres consonantes, porque son los cuatro compuestos químicos: adenina, citosina, guanina y timina, que hacen posible el ADN, la construcción del ADN desde la bacteria más humilde al hombre o a la mujer más inteligente del planeta.
Pero además tenemos otro lenguaje que llamamos epigenoma (por encima del genoma), que es como la gramática del material genético. Un mensaje de 3,000 millones de letras en cada célula debe contener algunos signos gramaticales para concretar la manera en que se expresa esa información. El orden de esa larga cadena de letras es fundamental, decisivo y distinto en cada especie. Esto es lo que nos hace distintos, pero además necesitamos comas, puntos, diéresis, construidos con etiquetas químicas. Esto es el epigenoma, también un lenguaje químico, pero estas etiquetas son reversibles, se quitan o se ponen del genoma dependiendo de nuestra interacción con el ambiente. Finalmente, el metagenoma es el conjunto de todos los genomas que hay en nuestro cuerpo, incluyendo el de los billones de bacterias que nos cohabitan. Estos genomas deben estar en perfecto equilibrio. La pérdida de ese equilibrio se llama disbiosis. La nutrición adecuada es una manera fundamental de tratar de evitar la disbiosis.
Los genes no son determinantes; más bien son predisponentes. No creo que haya ningún experto en genética o ninguna persona que dedique muchas horas de su vida a leer genomas, el libro de la vida de otras personas, que crea que la clave está sólo en los genes: la clave está en la interacción de los distintos lenguajes.
Es muy revelador afirmar que los genes no son determinantes, sino predisponentes…
Así es. Y salvo algunas enfermedades hereditarias muy graves, de alta penetración, por las cuales venimos al mundo con mutaciones en una sola letra de estos 3,000 millones, y que es casi seguro que nos van a provocar una enfermedad, la inmensa mayoría de ellas, más de 90 por ciento, no viene de defectos en los genes, sino de un defecto en la conversación de estos genes con el ambiente.
Habiendo sido Premio México de Ciencia y Tecnología, ¿qué consejo les daría a los científicos y a los investigadores mexicanos que pudieran estar sufriendo en este momento las envidias o el acoso laboral que usted sufrió?
En México tengo amigos extraordinarios, como los doctores Annie Pardo y Moisés Selman, y brillantes discípulos como Sandra Cabrera. De todos ellos lo que destacaría, por encima de cualquier actividad científica y de los talentos que todos tienen, es su magnífica educación. Una gran educación, un gran respeto al prójimo y al colega. Deberíamos aprender de ellos.
Y sobre qué podríamos nosotros transmitir o aconsejar, me gustaría que se potenciara el talento mexicano. El talento es el bien material mejor repartido en el planeta; por eso hay talento en cualquier rincón de Tamaulipas o de Monterrey, o de cualquier lugar mexicano que queramos imaginar. Considero que con un apoyo suficiente podríamos conseguir que un país tan especial y con tanta conexión con nosotros, que nos acogió estupendamente cuando fui a recibir el Premio México de Ciencia y Tecnología, y que tan bien recibió a los asturianos en el exilio, merece la oportunidad de mostrar sus talentos.
La emigración a otros países es una catástrofe para un país, porque se va el talento y no vuelve. Toda iniciativa que permita educar el talento innato es un bien extraordinario para el país, mucho más que cualquier mina de los metales más preciosos.
Para finalizar, quisiera hacerle una pregunta que le formularon hace algunos años al ya desaparecido escritor mexicano Carlos Fuentes en un programa de televisión: ¿por qué vale la pena vivir?
Para mí el ikigai —propósito de la vida— que me hace levantar por la mañana es un propósito prosocial. Para mí vale la pena vivir si los dones que he podido recibir, especialmente en el ámbito intelectual o cultural, los he puesto al servicio de la comunidad. Éste ha sido mi propósito, y cuando lo perdí, perdí las ganas de vivir.
¿Quisiera agregar algo?
Me gustaría decir que gracias al Premio México de Ciencia y Tecnología pude ir a distintos lugares de la geografía mexicana y vivir de cerca el espíritu de este pueblo. Recorrí el país con un conductor y dos asistentes, a quienes recordaré toda mi vida. Los llamaba doctores: el doctor Alejandro era el conductor, y las doctoras Karla y Ana, mis asistentes. Ellos me dieron muchísimas lecciones, lecciones de la vida cotidiana, y me ayudaron a conseguir el propósito de llevar la divulgación científica a cualquier rincón de México que lo hubiera solicitado. No existen fronteras para eso. Cuando empezó la especie humana, hace 200,000 años solamente, como decía Eduardo Galeano, el único pasaporte eran las piernas caminantes. Aquella vez íbamos en un coche, pero nuestro único pasaporte era la cultura, el conocimiento, el deseo de compartirlo, y ése era nuestro lenguaje común y nuestro pasaporte. Esta idea aprendida en México la he utilizado como metáfora desde entonces.
Carlos López Otín es el científico español más citado en el campo de la biología. Nació en 1958 en Sabiñánigo (Huesca) y obtuvo el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid, en 1984. Desde 1993 es catedrático en el área de bioquímica y biología molecular en el Departamento de Bioquímica de la Universidad de Oviedo, donde realiza un destacado trabajo de investigación sobre enfermedades como el cáncer, la artritis y otros males hereditarios, así como sobre el envejecimiento. Además, dirige el proyecto español para la secuenciación del genoma de la leucemia linfática crónica, inscrito en el Proyecto Internacional del Genoma del Cáncer. El 3 de diciembre de 2015 fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Zaragoza, con una lección magistral titulada “Viaje al centro de la vida en la era genómica”.
* Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Santa Fe.
Deja una respuesta