Las crisis, como la que representa para el sistema educativo la pandemia de Covid-19, son oportunidades para realizar cambios de fondo. En este artículo, el autor propone una serie de medidas que, aunque suenen radicales, permitirán que nuestro sistema educativo y los resultados del aprendizaje tomen un rumbo distinto.
A principios de julio de 2020, la pandemia global ocasionada por el Covid-19 todavía tenía de rodillas al mundo. Hogares, empresas y escuelas de casi todo el mundo se vieron forzadas a cerrar, excepto para actividades de las llamadas esenciales.
El fenómeno global ha enfrentado diferentes respuestas alrededor del mundo. Algunos países fueron muy lentos y rejegos para responder con medidas inmediatas, como Estados Unidos, México, Brasil e inclusive Singapur, este último, elogiado por su respuesta inicial pero forzado a cerrar filas a partir de un aumento explosivo de casos. Sin embargo, en cualquier circunstancia Singapur muestra una de las tasas de defunción más bajas del mundo, si no es la que más.
En el inicio del segundo semestre de 2020, y derivado de la expansión del coronavirus, tenemos un agotamiento global. Las economías están deprimidas, las finanzas públicas en proceso de asfixia, las escuelas clamando por reabrir sus puertas y los hogares cansados del encierro y la digitalización forzados.
Los gobiernos de todo el mundo han enfrentado una decisión extraordinariamente difícil: más contagios (sin inmunidad de especie) o más debacle económica. Ese ha sido el caso de los gobiernos de México, Brasil, Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Chile, entre otros. Para los países que desde un inicio tomaron decisiones radicales, como China, Corea del Sur, Alemania, Finlandia, Australia, Bélgica, Francia, España, Italia, Nueva Zelanda, Islandia y Uruguay, las decisiones de reapertura llegaron con más facilidad, en la medida en que las curvas de contagio se acercaron asintóticamente a cero o de plano llegaron a cero, por algunos días, como en el caso de Nueva Zelanda.
En ningún otro evento de pandemia o de crisis global los efectos habían sido tan devastadores en todos los terrenos —salud, economía y educación— como en el caso de la pandemia del Covid-19. Y la noticia más desalentadora es que no existe a la vista —quizá, en el mejor de los casos, en un año o más— ni una vacuna ni cura. Entonces, independientemente de las críticas a los gobiernos por sus malas o pésimas decisiones, hoy, en el umbral entre el primero y el segundo semestres de 2020, el panorama que enfrentamos es uno de convivencia Covid-19-humanidad.
Es una lucha franca, abierta, entre un microorganismo increíblemente simple y acelular que tiene de rodillas a otro organismo, extraordinariamente complejo, con un total aproximado de 3.7 trillones de células en la anotación larga (como en México) o de 37 trillones en la anotación corta (como en Estados Unidos).
En los sistemas políticos con democracias reales, no simuladas y educadas, las malas decisiones de los políticos serán cobradas en las elecciones, pero en los sistemas políticos con democracias simuladas, o democracias mezcladas de ignorancia y propaganda, o en gobiernos autoritarios sin rendición de cuentas (quizá con la excepción de Singapur), al final del día los gobiernos hacen lo que quieren, que puede ser cercano o no a la ciencia. Para todos ellos “todo es política”.
En el mundo más cotidiano, de las decisiones de a pie, las que afectan la vida de todos nosotros, como lo que sucede con las escuelas y con las familias, que no participan en los juegos de la alta política, ¿cuál es el panorama? Por lo pronto, como dice un documento exhaustivo publicado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos el 29 de mayo de 2020, no existe cura ni vacuna a la vista, no antes de un año y medio, o quizá mucho más. Entonces el virus seguirá rondando, al igual que otros males, como la inseguridad, la ignorancia, etcétera. El problema con el Covid-19 es que es altamente contagioso.
Cuando los gobiernos de casi todos los países deciden abrir sus economías, pues en el fondo aceptan el riesgo de más contagio y más defunciones, no lo hacen por otra cosa que por el agotamiento pandémico. Todos los gobiernos del mundo que han decidido abrir, lo han hecho con fuertes recomendaciones de higiene, distancia, salud, pruebas, seguimiento y contención, con la esperanza, más que con la certeza, de que la curva de contagios se achatará o seguirá plana. Una vez abiertas las economías, los hogares, las calles y las escuelas, el comportamiento del Covid-19 será aleatorio. La aleatoriedad dependerá de qué tanto los ciudadanos acatan con disciplina y con respeto las órdenes, las instrucciones o las recomendaciones de las autoridades sanitarias.
Así que vamos por un camino de riesgo y total incertidumbre. ¿Qué hacer a nivel del hogar y de la escuela dado que, para la mayoría de nosotros, las decisiones de políticos y gobernantes son exógenas?
A nivel de los hogares, seguir la pauta de los científicos, no la de los políticos. A veces los políticos siguen a los científicos, pero no siempre. Entonces, papá y mamá pueden acudir a fuentes científicas o transparentes como la Organización Mundial de Salud, e inclusive a los reportes publicados por las autoridades de salud de México y de otros países. Y si tienen duda sobre dichas recomendaciones, algo que pueden hacer es comparar las publicaciones de unas autoridades con otras y consultar a los médicos de familia y a los especialistas. Más precauciones, en condiciones de pandemia e incertidumbre, es mejor que menos precauciones. Por el lado de las escuelas, es todo un tema.
Aquí voy a empezar desde arriba, desde la autoridad educativa y desde la nueva realidad. Pero antes una pequeña digresión. La pandemia tomó desprevenido a todo el mundo, salvo honrosas excepciones, como el caso de Finlandia. ¿Por qué Finlandia pudo transitar con éxito a la “normalidad de la pandemia” en pocos días con un esquema de educación digital y luego, a partir del 14 de mayo, regresar a las escuelas con las menores restricciones posibles, inclusive sin cubrebocas para los niños? Son muchas las razones: en gran parte por su fuerte cultura de aprendizaje y en gran parte por la formación de sus docentes, pero también por la fuerte interacción entre docentes, directivos, autoridades, estudiantes, familias y expertos. Todas estas características del sistema educativo finlandés se pueden encontrar en mi libro, publicado hace dos meses en Nueva York con el título The Future of Schools and Teacher Education: How Far Ahead is Finland? (Oxford University Press).
Para los sistemas educativos segregados, como el mexicano o el estadounidense, o para casi todos los sistemas de América Latina, la historia es otra. No tenemos datos concretos acerca de cómo nos fue con la pandemia. Pero la mayoría de los expertos coincidirían en que en ninguna parte del mundo se puede asegurar la calidad educativa como con la educación presencial, y aún menos en los sistemas educativos segregados donde el capital cultural, emocional y digital de los hogares y las escuelas es tan desigual y, además, escaso.
La pandemia global ha mostrado, irónicamente, dos cosas. Por un lado, la importancia de la “presencialidad” en el aprendizaje, y, por el otro, la labor de los maestros para mantener atentos, activos y motivados a tantos niños y jóvenes durante un día de trabajo escolar. También ha mostrado que existe un límite a la función de coeducadores de los padres de familia. Ni los maestros son papás, ni los papás maestros.
Aunque durante la redacción de estas líneas (finales de junio y principios de julio de 2020) la pandemia sigue rampante en muchas regiones del mundo, principalmente en Estados Unidos y en muchos países de América Latina, los que han logrado achatar la curva y han regresado a una normalidad transitoria lo han hecho con medidas más o menos similares. Distanciamiento físico entre estudiantes y maestros, uso generalizado de medidas de protección como cubrebocas e higiene (lavarse las manos y usar constantemente gel antibacterial, tomar temperatura de forma programada o aleatoria), circulación en doble sentido en áreas comunes en los establecimientos, regreso escalonado por turnos o días a las escuelas para que se cumpla con el requisito del distanciamiento físico (en general de un metro y medio) y monitoreo y seguimiento de nuevos contagios.
En el caso de México, la pandemia ha enseñado varias lecciones tanto para el sistema como para el modelo educativo. Primero, el sistema educativo mexicano es demasiado grande y diverso como para ser coordinado por una autoridad central: la Secretaría de Educación Pública. La política educativa debe ser un instrumento al servicio del aprendizaje. Y si bien la política educativa se refiere a las instituciones que se relacionan con el aprendizaje y la enseñanza (como son presupuestos, currículos, libros de texto, formación de maestros, salarios, relaciones laborales, etcétera), el aprendizaje es algo personalísimo que responde a variables locales, como ambientes de aprendizaje en el hogar (es decir, la crianza), en la escuela (es decir, la enseñanza) y en la calle (es decir, las relaciones entre adultos en el seno de una comunidad). Cuando hablamos de aprendizaje entonces hablamos de cosas muy particulares, como cultura del hogar, hábitos de papás, niños y maestros, formas individuales de aprender, teorías de aprendizaje. En este mundo, saber quiénes son papá y mamá, cómo viven, qué hacen cotidianamente; saber qué sucede en la escuela, cuál es la cultura cotidiana de la escuela, cómo se relacionan los maestros entre sí, con los alumnos, con los papás, con las autoridades educativas, cuál es su formación, sus creencias y sus hábitos, es lo que al final del día influye o no en el proceso de aprendizaje de niños y jóvenes y en su desempeño en la escuela y después en la vida.
Lo anterior exige que la autoridad educativa, a la que debiéramos llamar los ejecutivos del aprendizaje, esté cerca de los estudiantes, de las escuelas, de los hogares. Que los puedan visitar una o varias veces durante un ciclo escolar; que sean capaces de crear (y de participar en las) comunidades profesionales de aprendizaje con los maestros, que tengan la oportunidad de responder inmediatamente a las necesidades de cada escuela para superar escollos, que sepan con precisión qué falta o qué sobra en cada establecimiento y si los hogares de niños y jóvenes tienen las condiciones iniciales para que los maestros hagan su trabajo pedagógico en las escuelas. Hay que recordar que la fuerza de la cultura en el hogar es superior a la fuerza de la pedagogía en la escuela.
Pero un secretario nacional con todo el poder simulado del escritorio de Vasconcelos, por más que esté bien intencionado, no puede influir en ninguna variable de aprendizaje, que es lo que realmente importa. Entonces, es tiempo de repensar el sistema y el modelo educativos.
El sistema debe fragmentarse, atomizarse radicalmente, para que la máxima autoridad educativa funcional de cada escuela esté tan cerca como sea posible. Digamos, a una llamada telefónica por parte del director de la escuela o a una visita frecuente al plantel. Así como el secretario de Educación Pública federal le toma la llamada de teléfono a los rectores de las universidades grandes del país o del extranjero, debería también tomarles la llamada a los directores de las escuelas. A ese nivel de cercanía me refiero.
Pero existe un obstáculo estructural. Si hay 250,000 planteles y cada llamada toma, digamos, 10 minutos, en realidad estamos hablando de dos millones y medio de minutos de atención telefónica por parte del secretario. O sea, si tomamos días de trabajo de 10 horas continuas, los dos y medio millones de llamadas se convertirían en 4,166 días de trabajo con puras llamadas continuas. Eso, convertido en años, significaría casi 11 años y medio de llamadas continuas; es decir, cerca de dos sexenios. Y eso sin contar las indispensables visitas escolares anunciadas y no anunciadas. Por lo tanto, no hay manera de que la máxima autoridad educativa del país esté cerca de las escuelas.
Si la máxima autoridad educativa no está cerca de las escuelas entonces no es autoridad educativa. Es una figura, más de adorno y retórica que verdadera, auténtica y real autoridad, para influir en el aprendizaje de niños y jóvenes. Los secretarios de educación de México han sido, durante 100 años, secretarios de escritorio. Un escritorio muy bonito, pero de escritorio. Dada la realidad, la complejidad y la diversidad de México no les quedaba de otra.
El modelo debe cambiar para que los currículos escolares sean flexibles y se adapten a las condiciones de los niños y los jóvenes, donde los adultos los sigan a ellos y no al revés. Los currículos deben ampliar el concepto de grados escolares fijos y aprendizajes esperados estandarizados por periodos y ciclos, por el de planes personalizados de aprendizaje, donde maestros, papás y autoridades educativas cercanas deciden las mejores estrategias de acción con base en el contexto y la situación de cada escuela, hogar y aprendiente. Así de grande tiene que ser el cambio.
Finalmente, una oportunidad más, que hemos aprendido o que podemos desprender de la pandemia, es que las escuelas más alejadas, las rurales, las indígenas, e inclusive algunas suburbanas, tienen la oportunidad de la vida de cambiar radicalmente los modelos (currículos de aprendizaje) y los ambientes físicos y digitales de aprendizaje.
Si espacio es lo que ahora necesitan las escuelas para el distanciamiento físico entre alumnos y maestros, estas escuelas rurales, indígenas y suburbanas, tienen todo el espacio del mundo. Yo he visitado, por ejemplo, preescolares, primarias, telesecundarias y telebachilleratos literalmente incrustados en el bosque o en el campo, con edificios de concreto y varilla que irrumpen con el equilibrio estético y vocacional del entorno. Bueno, pues qué tal si cambiamos el estado mental de que la escuela es un edificio con muros y sillas y la convertimos en parte del escenario ambiental, digamos como el concepto de escuelas ecológicas, ambientales, forestales o naturales, al aire libre y espacio abierto y cambiante, que existen en muchas partes del mundo, donde el bosque es literalmente el aula de la escuela y el currículo se diseña a partir de la ecología cultural, ambiental y económica de la zona o la región. La realidad de verdad es que a la escuela no la hacen los edificios y los pupitres, sino los niños y los maestros y la buena interacción humana (y ahora digital) entre ellos. En lugar de invertir en edificios, la inversión debería concentrarse en capacitación de los maestros para adaptarse a este nuevo tipo de escuela, con o sin pandemia.
Alguna vez, hace muchos años, con la publicación de mi libro La educación en México: un fracaso monumental. México está en riesgo (2003), un locutor de radio me preguntó: “¿Le gustaría ser secretario de Educación?” Le contesté: “No. Y, además, nunca me invitarían a serlo”. El periodista replicó: “Bueno, bueno, supongamos que lo invitan y es secretario, ¿qué haría?” Mi respuesta fue la siguiente: “Mi primera decisión como secretario sería cerrar la secretaría”. Ya se imaginarán ustedes la carcajada que arrancó esa respuesta en el entrevistador. En fin, se trata de trasladar a los estados y a las localidades la capacidad de la autoridad educativa para conocer de nombre y de cara a los maestros, a los alumnos y a los padres de familia. Cuando lleguemos ahí, la educación en México será diferente y el aprendizaje mejorará sin límites. Desde el punto de vista de la pedagogía, no urge que seamos los mejores del mundo; urge que seamos mejores.
* Autor de los libros publicados en 2020 ¡Aprender! Emociones, inteligencia y creatividad (Siglo XXI Editores) y The Future of Schools and Teacher Education: How Far Ahead is Finland (Oxford University Press).
Deja una respuesta