Este artículo identifica los aspectos nucleares de los cambios que ha provocado la pandemia en los procesos de enseñanza y aprendizaje, y propone que para que se conviertan en aprendizajes consolidados es imprescindible hacer una reflexión profunda sobre las consecuencias que esta experiencia ha tenido.
El saber popular ya señala que no se experimenta en cabeza ajena. Aunque esta idea no es totalmente correcta desde el punto de vista psicológico, sí es cierto que los enfoques con mayor peso en este momento en la explicación del comportamiento humano coinciden en señalar que la experiencia es la fuente más potente de conocimiento (Dewey, 1938; Vygotsky, 1994/1934). No obstante, también sabemos que la calidad de ese conocimiento, y por tanto su consolidación y, lo que es más importante, su capacidad de cambiar nuestros hábitos y costumbres tan sólidamente encarnados, depende en gran medida del nivel de reflexión al que hayamos sometido esta experiencia (Schön, 1992).
El confinamiento al que nos ha obligado el Covid-19 ha supuesto para la mayoría de nosotros una experiencia vital única, y la escuela —en el sentido más amplio del término— no ha sido ajena a ello. Iremos desgranando a lo largo del texto algunos de los elementos educativos que la pandemia ha puesto más claramente de manifiesto. Pero antes queremos enunciar la tesis fundamental que proponemos en el artículo. Si no reflexionamos, con tiempo, sosiego y de forma colectiva, acerca de estas evidencias, nada garantiza que den lugar a avances en nuestra tarea cotidiana en los centros escolares. Un aprendizaje es significativo en la medida en que es duradero, funcional y generalizable (Pozo, 2014). Si realmente queremos aprender, es decir, modificar la forma en la que hasta ahora veníamos comportándonos cada uno desde su particular participación en la escuela, es imprescindible que diseñemos tiempos y actividades específicas que permitan tomar conciencia de lo que el profundo cambio al que se han visto sometidos los procesos de enseñanza y aprendizaje nos puede enseñar. Lo contrario sería un desperdicio imperdonable.
Resulta muy relevante comprobar que los hechos que con mayor nitidez se han mostrado no difieren de lo que el discurso de la innovación educativa viene diciendo desde hace ya varias décadas. Éste es un primer dato en el que merece la pena detenerse. El mundo educativo se enfrenta, entre otras dificultades, al nocivo descrédito que supone la idea de que en educación no hay un conocimiento experto válido y valioso. A diferencia de otros ámbitos disciplinares, la universal presencia de la educación en nuestras vidas —como estudiantes al menos— lleva a que muchas personas consideren que sus ideas personales son igualmente acertadas que las que el conocimiento científico ha ido acumulando mediante evidencias contrastadas. Existe un sólido consenso acerca de cuáles son los fundamentos teóricos que deben guiar las prácticas escolares (véase, por ejemplo, OCDE, 2017), a pesar de que estas no siempre los tengan en cuenta. Nada de lo que vamos a señalar por tanto en las páginas siguientes es nuevo. Lo que sí lo sería es que llegara a convertirse en lo “natural” en las aulas, utilizando el término natural para referirnos, valga la paradoja, a un cambio profundamente cultural que implica precisamente vencer lo que de forma primaria procede de nuestra “natura”. Como complemento de los elementos recogidos en otros artículos, en éste nos centraremos en el análisis de los procesos de enseñanza y aprendizaje propiamente.
La primera constatación que se ha producido es la de la importancia de la diversidad del alumnado. No únicamente en el sentido de las desigualdades que hemos comprobado, a la que nos referiremos más adelante, sino en cuanto a la posibilidad que hemos tenido de descubrir características de nuestros alumnos y alumnas que hasta ese momento nos habían resultado invisibles. Se ha puesto en evidencia el supuesto psicológico, de profunda raíz sociocultural, que afirma que los humanos “estamos, más que somos”. Es decir, que el contexto, el sistema de actividad del que formamos parte, influye de manera sustantiva en la forma en que actuamos. Alumnas que considerábamos con poca iniciativa han mostrado una gran capacidad de organizar su aprendizaje; alumnos que venían teniendo mucho éxito se han perdido cuando les ha faltado nuestra regulación; aprendices que creíamos poco creativos han hecho música, teatro y obras plásticas que les han permitido comunicar sus experiencias a sí mismos y a otros demostrando con ello la potencialidad de estos lenguajes; criaturas a las que considerábamos inmaduras han demostrado un nivel de empatía, de responsabilidad y una capacidad de cuidado y de adaptación ante la incertidumbre que nos ha maravillado. Siguen siendo los mismos niños, niñas y jóvenes que conocíamos, pero el contexto en el que se desenvolvían era distinto. ¿Deberíamos cambiar entonces el contexto de nuestras aulas? Y, lo más importante, ¿deberíamos ajustar nuestra ayuda a la peculiar forma en la que cada uno y cada una aprende? La importancia de una atención más personalizada ha dejado de ser un gastado mantra para convertirse en una evidencia constatada.
Las condiciones en que hemos enseñado en estos meses también han revelado la relevancia del estado emocional del alumno. Una vez más, esto no es una novedad, pero su influencia ha resultado tan evidente que ahora debería ser imposible que la olvidáramos. Arrastramos un nocivo dualismo que nos lleva a hablar de la cognición y la emoción como dos entidades distintas, cuando la experiencia humana está tejida de estos ingredientes de una forma inseparable. En la escuela todavía hay quien se resiste, sobre todo en determinadas etapas, a aceptar que es necesario enseñar al alumnado a comprender y regular sus emociones al igual que el resto de sus capacidades. Incluso quienes asumen esta meta dentro de su tarea tienden a menudo a verla como algo que se enseña en un espacio y tiempo específico en el que se trabaja lo que últimamente viene denominándose la inteligencia o la alfabetización emocional, como si esto pudiera hacerse al margen de la actividad general de aprender. ¿Tenemos unas horas lectivas específicas para enseñar a pensar? Sé que alguien podría contestar que sí, pero cabría contraargumentar con la pregunta de ¿qué es entonces lo que hacemos en el resto del horario de clase? A veces el diálogo continúa con la respuesta de: enseñar matemáticas, o historia o cualquier otro conocimiento disciplinar, mostrando con este argumento que parece pensarse que esto no desarrolla el pensamiento, o lo que es igual de peligroso, que se puede enseñar a pensar en el vacío, al margen de los contenidos. Pretender enseñar a desarrollarse en el ámbito emocional sin hacerlo al hilo de cualquier actividad de enseñanza y aprendizaje responde a este mismo tipo de concepción pedagógica, que hace del aprendizaje una acción descarnada, fuera de contexto y carente por tanto de las características que dan sentido a la actividad humana. El estado emocional es un ingrediente esencial de cualquier comportamiento, por tanto, de todo proceso de aprendizaje. Cuando el alumnado vuelva a las aulas, no va a dejar la emoción en la puerta, y no podemos correr el riesgo de volver a enseñar como si creyéramos que es así. No se trata tan sólo de que les ayudemos a ser personas emocionalmente más competentes, sino de que asumamos que el mayor o menor grado de éxito en el aprendizaje no puede comprenderse sin tener en cuenta cómo vive el aprendiz la experiencia de aprender. En nuestra mano está que sea estimulante o frustrante, y les haga sentirse o no capaces de seguir aprendiendo.
La peculiar experiencia que hemos vivido ha tenido una tercera consecuencia positiva al obligarnos a reflexionar acerca de qué es realmente aquello que no pueden dejar de aprender nuestros alumnos y alumnas. Ante el hecho de que no era fácil cubrir el “temario”, los docentes han tenido que descargarlo y en la mayoría de los casos lo han hecho con la lucidez que se corresponde con un alto grado de profesionalidad. Es decir, hemos tenido que pensar sobre el “básico imprescindible”, aquello que de no aprenderse dificulta seguir construyendo conocimiento y te coloca en una posición de desigualdad para desenvolverte en la sociedad (Coll y Martín, 2006). Tampoco debemos olvidar a la vuelta esta capacidad de discernimiento que ha ayudado a limpiar los currículos de contenidos valiosos, pero secundarios a la hora de trabajar las competencias. Muchos docentes han visto con más claridad que aquello que querían garantizar que su alumnado hubiera aprendido respondía a una mirada competencial y no meramente a la acumulación de contenidos.
Compartir en los equipos docentes esta definición de los aprendizajes imprescindibles ha ayudado a afrontar la tarea de la evaluación y la calificación, que, si de por sí es ya compleja, este curso suponía una dificultad aún mayor. Los debates han contribuido a diferenciar evaluar de calificar; han obligado a tomar posición ante la repetición; han ayudado a muchas personas a entender que hacer repetir a un alumno parece responder a la idea de que no ha aprendido tan sólo porque necesita más tiempo, cuando los buenos profesionales saben perfectamente que sobre todo necesita que se le enseñe de otra manera más ajustada a sus necesidades; han llevado a que muchos docentes tomen conciencia de que, cuando una alumna no tiene éxito, pasan dos cosas: no entiende aquel aspecto del mundo que le queríamos ayudar a comprender, pero aprende además que no sabe aprender, y este segundo aprendizaje es más trascendente; han supuesto también para muchos una constatación de que valorar conjuntamente lo que ha aprendido o no un alumno suele ofrecer una mirada más rica del proceso, comprobando muchos equipos docentes que la evaluación colegiada es una mejor práctica, aunque suponga más tiempo y esfuerzo.
Por si todos estos aprendizajes no fueran suficientes, la experiencia de enseñar en estos tiempos de pandemia ha resultado sumamente elocuente acerca del papel esencial de la familia. Es un hecho comprobado que el apoyo que las familias pueden prestar a sus hijos e hijas en su escolaridad es uno de los factores clave para explicar su trayectoria académica y que las diferencias en el nivel sociocultural de la familia, y en especial en el de la madre, predicen un porcentaje muy importante del rendimiento académico (Marchesi y Martín, 2014). La necesidad de coordinarse mejor con la familia y de contar con ella como un recurso educativo fundamental, sin por ello delegar responsabilidades que no le corresponden, debe ser una clara línea de mejora para todo el alumnado. No obstante, hay colectivos en los que este trabajo conjunto requiere de una intervención más compleja. Sin querer detenernos mucho en este punto, ya que se trata con profundidad en otros artículos del monográfico, sí es necesario recordar que múltiples estudios, entre los que destacamos por su relevancia el de Bonal y González Motos (2020), han puesto de manifiesto dramáticas desigualdades en el aprovechamiento académico y en otras actividades educativas extraescolares que correlacionan con el nivel de estudios de la madre (obligatorio/universitario). Avanzar en la equidad implica ampliar la ayuda que desde los centros escolares hay que prestar a aquellas familias cuyo capital cultural (Lahire, 2003) no les permite prestar el adecuado apoyo al aprendizaje de sus hijos e hijas. Pero esta ayuda supone incorporar profesionales del ámbito del trabajo social para complementar la intervención, ya que esta trasciende la tarea estrictamente docente. La ampliación de los profesionales de la orientación propios del centro y la colaboración con otros servicios y entidades, en un trabajo en red con los recursos del entorno, es una vía imprescindible de avance en este momento.
Los datos de la experiencia de enseñar durante la pandemia, de los que aquí sólo hemos recogido los que consideramos más relevantes, podrían llegar a convertirse en valiosos aprendizajes que permitieran introducir cambios muy positivos en las prácticas educativas. Pero para ello es imprescindible que nos paremos a reflexionar tanto los docentes como el alumnado. Para empezar por estos últimos, recordemos que la competencia de aprender a aprender pretende, entre otras cosas, que el estudiante vaya tomando conciencia de lo que aprende, pero sobre todo de cómo aprende. Es habitual que el alumno tenga una concepción muy pobre de qué es aprender en el contexto escolar, relacionada con estudiar, recordar y contarlo en un examen. Sin embargo, cuando se les pregunta cómo aprenden en otros contextos educativos su respuesta es más compleja y ajustada a un proceso en el que el papel activo de quien aprende es esencial. Ahora han aprendido de otra manera y han podido comprobar la influencia de factores que antes no habían percibido. Toda la riqueza de estas experiencias puede ayudarles a cambiar su forma de entender qué es aprender, avanzando hacia una concepción más elaborada, y podría transformar también la representación que tienen de sí mismos como aprendices, ¿qué ha hecho que aprendiera mejor o peor? ¿cómo me he sentido en estas situaciones de aprendizaje? Pero para ello necesitan que los docentes organicemos actividades diseñadas para ayudarles a hacer esta reflexión de forma intencional y sistemática, y que extraigamos las conclusiones que de ello se deriven y las volvamos a compartir con ellos en un recursivo proceso de aprendizaje reflexivo.
Esta misma dinámica debería tener lugar entre el profesorado. El comienzo de curso no puede ser sólo un momento en el que las urgencias sanitarias y la enorme dificultad que conllevan impidan el pensamiento pedagógico. Los equipos directivos de los centros, en el sentido más amplio del término, deben planificar espacios de reflexión —con tiempos, tareas, metas y liderazgos claramente definidos— que permitan que el profesorado identifique y elabore toda la riqueza de la experiencia de estos meses y la convierta en propuestas de mejora de sus prácticas educativas. Una reflexión colectiva, que reúna a los equipos docentes que comparten curso o materia, para pensar juntos y mejorar la coordinación curricular horizontal y vertical. Todos sabemos que no es una tarea sencilla, pero no llevarla a cabo, en la medida en que cada centro pueda, sería desaprovechar una oportunidad única de convertir la crisis en crecimiento.
Para saber más
- Bonal, X. y González Motos, S. (2020). Desigualdades de aprendizaje en confinamiento, https://blogs.uab.cat/aprenentatgeiconfinament/es/.
- Coll, C. y Martín, E. (2006). La prevalencia del debate curricular. Aprendizajes básicos, competencias y estándares, PRELAC, 3, 6-27.
- Dewey, J. (1938). Experiencia y educación, Madrid: Biblioteca nueva (2004).
- Lahire, B. (2003). “Los orígenes de la desigualdad escolar” en A. Marchesi y Hernández Gil, C. (coords.), El fracaso escolar. Una perspectiva internacional (pp. 61-72), Madrid: Alianza Editorial.
- Marchesi, A. y Martín, E. (2014). Calidad de la enseñanza en tiempos de crisis, Madrid: Alianza Editorial.
- OECD (2017). The OECD Handbook for Innovative Learning Environments, París: OECD, http://dx.doi.org/9789264277274-en.
- Pozo, J.I. (2014). Aprender en tiempos revueltos, Madrid: Alianza Editorial.
- Schön, D. (1992). La formación de los profesionales reflexivos, Barcelona: Paidós-MEC.
- Vygotsky, L. S. (1994/1934). “The Problem of the Environment” en R. van der Veer, & J. Valsiner (eds.), The Vygotsky Reader (pp. 338-354), Cambridge, MA: Blackwell Publishers.
* Docente en la Universidad Autónoma de Madrid. Artículo publicado originalmente en Cuadernos de Pedagogía, núm. 512, Wolters Kluwer.
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