El autor rememora la etapa de su vida profesional en que ejerció la docencia en una escuela autogestionada, en un momento en que otra educación era necesaria y posible. En las aulas de primaria trabaja con niños y niñas las emociones, los sentimientos y la relación humana posible, e intenta dar cabida a la creatividad y a la imaginación que les son propias.
Desde que conocí un aula por dentro, como observador, me adentré en los entresijos de la pasión por aprender la vida junto a la infancia. Me enganchó la educación como misterio por desentrañar y como posibilidad de dedicación vital. Al principio me preguntaba por la dedicación de otros maestros en su trabajo docente. Entre ellos, jugó un papel central mi pareja, Emilia, en cuya escuela rural descubrí la entrega, la vocación y el significado de una profesión capaz de comprometer una vida en la tarea de facilitar el desarrollo de personas como sujetos dueños de su vida y de su historia. Emilia pertenecía a la Asociación para la Correspondencia y la Imprenta Escolar (ACIES), introductora de la pedagogía Freinet en España, en los años sesenta, y me puso en contacto, aun antes de trabajar en educación, con profesorado conectado con los Movimientos de Renovación Pedagógica (MRP), desde colectivos que tenían como referencia de sus prácticas pedagógicas y educativas a Ferrer i Guardia, hasta muchos de los educadores de la Institución Libre de Enseñanza: a Freinet, a Freire o a Milani, entre otros. Mi incorporación a estos colectivos ha marcado toda mi trayectoria y lo que soy. Para mí ha sido vital estar vinculado durante estos últimos 30 años a los MRP, como espacio y lugar de reflexión, de estudio, de búsqueda compartida, de mantenimiento de la tensión y de la pasión por la educación.
Desde la incertidumbre del primer encuentro
Después de pasar por dos instituciones de educación superior durante cuatro años, opté por quedarme en la etapa de educación infantil y primaria en la que he estado durante más de 15 años. Volví a la secundaria en garantía social durante mis 10 últimos años, pero tras mi jubilación he vuelto a la educación primaria como voluntario en el ciclo inicial.
Aunque quiero centrarme en lo que me aportó y me aporta mi paso por la educación primaria. No me es fácil deslindar, al final de mi vida profesional, qué parte del gran tesoro que guardo de los diferentes ámbitos educativos que he frecuentado corresponde a cada uno de ellos.
Fue en el ciclo inicial donde me introduje en el conocimiento de todo aquello que me permitió poner las bases para el aprendizaje de la lectoescritura y el cálculo. Aprendí mucho de compañeros y compañeras muy comprometidos, que practicaban técnicas que yo fui conociendo en la cotidianidad del aula, entre aciertos y errores. El trabajo con la imprenta escolar, el mimeógrafo (conocido como la vietnamita, una imprentilla muy rudimentaria que se utilizaba para reproducir panfletos en los tiempos de la clandestinidad de la dictadura franquista) y la gelatina, como instrumentos para la correspondencia escolar y la elaboración de materiales de trabajo en el aula; el texto libre, el texto colectivo y otras técnicas utilizadas en muchas aulas de los diferentes centros de primaria en los que estuve destinado. Desde entonces, los libros de texto fueron, en el mejor de los casos, un material más de trabajo, mientras que la biblioteca de aula, con un conjunto muy diverso de materiales, se convirtió en un recurso central de la vida escolar.
En esos centros teníamos un modelo de gestión colectiva y la organización implicaba el protagonismo de todos los miembros de la comunidad educativa, con fórmulas imaginativas que duraron el tiempo suficiente para mostrar que hay posibilidades de organización autogestionada y autocreativa, que las leyes posteriores han ido eliminando.
Allí descubrí otra educación, necesaria y posible, que intentamos gestionar. Fui evolucionando desde la incertidumbre y la inseguridad del primer encuentro con el aula. Comprendí que era clave el trabajo en equipo y que éste se puede desarrollar cuando hay una disposición al aprendizaje colectivo y permanente, a la comunicación, al diálogo, a la conversación sobre la educación, a la reflexión y al pensamiento crítico.
He comprendido que el maestro es una persona a la que se enseña a enseñar, y que llega a saber, en el mejor de los casos, algo de ciencias, de pedagogía, de didáctica, pero poco sobre las personas, los seres humanos. Sin embargo, se requieren maestros y maestras muy bien formados, que a la vez sean muy humanos; que sepan, comprendan y entiendan a personas concretas, con nombre y apellidos, con rostros vivos que encierran historias concretas, con frecuencia cargadas de sufrimiento y de frustración innecesarios, pero también de alegrías, de sueños, de felicidad, de ganas de vivir plenamente, dándoles los instrumentos necesarios y suficientes para afrontar la vida con dignidad. Cada vez reconozco con mayor convicción que la educación requiere una relación profundamente humana, y por lo tanto respetuosa, con los procesos que vive cada ser humano en esa relación conversacional en la que se genera un clima de confianza y de estímulo creciente para el desarrollo del ser humano pleno.
El conocimiento de la historia que hay detrás de cada niño y de cada niña hace posible afinar el tacto en la relación con ellos, porque nos hace ver que cada uno es diferente y valorarlo por lo que es. Éste es el punto de partida ineludible para poder comprender a cada uno en sus dificultades, en sus problemas y en sus potencialidades; su risa y su llanto, sus intereses y sus llamadas de atención, sus abrazos y sus mimos, sus sueños, su realidad y su misterio. Desde ahí es posible impulsar todo su ser, sus ganas de aprender y conocer, su ternura, su mirada, su llamada, y así es posible superar, cuando se dan, su apatía, sus desequilibrios emocionales, su ira, su mal humor y su tristeza por el drama familiar que lo acompaña. Contemplar en ellos la magia y el futuro indefinido por construir. Ayudarlos a mirar hacia dentro para ver la vida y a sí mismos, y aprender a disfrutar el silencio, la calma, los sueños, el diálogo sereno y su relación con el espacio y el tiempo. Se puede experimentar en la escuela el cuidado mutuo, que es necesario desarrollar.
Mi vida profesional, de maestro de escuela, se acaba cuando los avatares de la educación se hacen más apasionantes por los tiempos de cambio que vivimos. Se hace realmente impredecible aventurar lo que serán los sistemas educativos del futuro, aunque se percibe la creciente complejidad de la educación en todas las etapas de la vida humana y, sobre todo, en la infancia y en la adolescencia. También se percibe que todos los sistemas educativos cierran filas en torno de las propuestas neoliberales, economicistas y utilitaristas, como visión dominante en la que van coincidiendo a nivel mundial (los informes PISA, McKinsey o Talis, entre otros, son elocuentes en eso) y que pretenden clausurar esa otra visión que nos ha movilizado a muchos educadores y nos ha hecho sentir que, desde la dialéctica impuesta por el poder, se nos pretende destruir, aunque no lo han logrado. Por eso yo, junto con otros muchos, no nos sentimos derrotados, ni deprimidos, ni quejosos, ni fracasados, sino más bien todo lo contrario. Sabemos que son muchos los factores que hacen válida nuestra esperanza de que, ante la barbarie que significa la reducción de niños y niñas a «resultados», «capital humano», «clientes», «consumidores», «esfuerzo», «disciplina», «competencias», y con ellos de todos los seres humanos, podamos generar una nueva misión y visión educativa, capaz de centrarse en el ser, en compartir, sentir, conocer, hacer, emocionarse, convivir, solidarizarse, cooperar y generar procesos de humanización creciente.
Hoy reconozco que el ambiente que la infancia requiere para su desarrollo equilibrado a través del juego, la imaginación y la pasión por investigar y descubrir se vive en la etapa de infantil y primaria, que no es más que el tiempo y el espacio que la infancia ha de vivir con la máxima plenitud. Por ello, después de jubilarme, me sigue pareciendo una etapa fundamental, especialmente los primeros años. Entiendo que para los niños y las niñas es un periodo de encuentro y de reconocimiento de sí mismos, de la construcción de la propia identidad, de la afirmación de la autonomía creciente, del aprendizaje de la conversación y el diálogo, del descubrimiento del placer de aprender para dialogar con uno mismo y con el mundo, de la construcción de la autoestima necesaria para valorarse y quererse a sí mismo.
Después de tanto tiempo, la mirada hacia uno mismo y la constatación de que vivimos en un proceso abierto e inacabado me ha llevado a ver la infancia como el inicio de un camino de humanización creciente y de construcción de bases que hagan posible una vida lo más plena y feliz posible en una sociedad cargada de incertidumbre, como la nuestra.
Y me he encontrado, me he reconocido y he aprendido a posicionarme como aprendiente permanente. Lo experimento cada día en el estímulo vital que significa la búsqueda de la sabiduría desde la ignorancia, cuando uno se encuentra en la curva descendente de su vida.
El aprendizaje de la interioridad humana y de la subjetividad, componente fundamental del saberse sujeto en proceso de crecimiento y construcción constante, constituye un elemento central de la etapa de la primaria. Desde que me incorporé al mundo de la educación reconocí la necesidad de trabajar en ellos y en mí las emociones y los sentimientos, y una relación humana y convivencial positiva, y el imprescindible valor del tacto, la sensibilidad y la paciencia.
El reconocimiento de que la educación es cuidado mutuo es una realidad vivida en las aulas de primaria por las que he pasado, en los momentos, convertidos en una constante, de acogida, de atención mutua, de apoyo a los que la están pasando mal o se sienten mal. Según mi experiencia son innumerables los niños que han salido adelante por la acogida, el cariño y la atención que les han prestado sus compañeros. Son muchos los niños y las niñas que viven esa experiencia de relación humana positiva que, sin duda, los marcará a lo largo de su vida y los llevará a seguir viviendo esa positividad convivencial de forma permanente.
Ésta es una etapa en la que son esenciales la creatividad y la imaginación que deben ser potenciadas al máximo. Un niño de siete años, en segundo de primaria, hace un dibujo después de escribir un cuento. Me parece un espacio de colores inconexo y caótico y le pregunto por lo que ha hecho. “Es que he dejado suelta mi imaginación”, me contesta. Sólo puedo guardar silencio con un gesto de aprobación que confirma que su imaginación es mejor que mis posibles observaciones.
Mucho más que una etapa “bocadillo”
Con frecuencia observo que la etapa de primaria ha entrado en una dinámica organizativa febril, acelerada y condicionada por los tiempos dedicados, desde los especialistas, a las diferentes materias, por la necesidad de acabar los programas, por las urgencias constantes de hacer actividades sin fin. Sigue una organización rígida del tiempo y de los espacios cada vez más condicionados por dinámicas burocráticas impuestas desde fuera.
Me parece que es una etapa invisibilizada. Cuando se habla de los grandes temas educativos de hoy las referencias a la educación primaria son prácticamente nulas. La mirada se centra en la secundaria. Es verdad que en estos momentos se comienza a considerar a la primaria como una etapa preventiva y con significación propia en la adquisición de los aprendizajes básicos y fundamentales para consolidar el sustrato necesario y poder avanzar en el desarrollo de la autonomía y el aprendizaje desde uno mismo. Es eso lo que ha de dar identidad a una etapa “bocadillo” entre la educación infantil, cada vez más prestigiada por la calidad de sus profesionales y sus luchas, y la educación secundaria, en el punto de mira de la sociedad por los problemas que emergen en ella. Así pues, la primaria parece haber perdido su identidad y su relevancia. Sin embargo, en los últimos años las administraciones están teniendo en cuenta esta etapa porque quieren saber lo que pasa en ella; de ahí la realización de pruebas de evaluación externa, con el objetivo de reconducir la etapa hacia los intereses del mercado, que no son otros que los resultados, el control, la adquisición de hábitos acordes con el sistema productivo, el éxito, la cultura del esfuerzo y la obediencia, y la necesidad de que salga de las “aventuras innovadoras”, según el poder neoliberal, volviendo a lo fundamental del currículo clásico: el dictado, el aprendizaje memorístico, la corrección ortográfica, el aprendizaje mecánico del calculo…
Me parece que un número importante del profesorado de primaria ha hecho suyos los rasgos que actualmente definen a esta etapa y que están ligados a esa falta de identidad y a la invisibilidad a la que está sometida. Se trata de un profesorado gris, sin referentes propios, sumido en la monotonía de una edad tranquila, silenciado y silencioso, preocupado por las reivindicaciones corporativas (jornada continuada, mayor reconocimiento social y económico, recuperación de la autoridad, jubilación), agobiado y sumido en la cultura de la queja.
Mi contacto con el profesorado de primaria durante los años que estuve en el ámbito de la formación permanente me confirmó la necesidad de una sólida formación científica, humanista y pedagógica, con el fin de reconocernos como aprendientes permanentes y como sujetos en proceso de formación continua. Nunca vi como suficiente la formación de partida y reivindiqué, con muchos otros, la necesidad de la formación máxima (licenciatura, hoy grado y máster) como requisito para acceder a la docencia en educación infantil y primaria. Es verdad que en el fondo sigue la demanda de un cuerpo único (prácticamente olvidado) que haga posible otra visión de la docencia mucho más ligada a la renovación pedagógica, a la investigación educativa y a un modelo de carrera docente totalmente distinto del que existe. La formación del profesor de educación primaria debe insertarse en una única carrera docente en la que se den cita los futuros profesores de infantil, primaria, secundaria y universidad. Por lo tanto, la exigencia de la titulación de partida debe ser la máxima y se debe prever una formación permanentemente exigente y de calidad, ya que educar a los ciudadanos del siglo XXI así lo exige.
Observo que el espacio y el tiempo de la educación primaria se han convertido en el espacio de la imitación acrítica de la educación secundaria. Es importante reflexionar en la incidencia de esta imitación en la desaparición del maestro generalista y en la extensión de la especialización por materias, también en esta etapa. Yo abogaría, aunque parezca trasnochado, por el maestro generalista con alguna especialización (me refiero a la formación inicial, a la experiencia finlandesa, donde el profesor de primaria sigue siendo generalista). Creo que se desaprovecha todo el significado que tiene una etapa que ha dejado de ser terminal y de posicionarse con pleno sentido en sí misma. La identidad propia de la etapa se pierde desde el momento en que pierde el enfoque que la caracteriza: el de un currículo plenamente comprensivo y un enfoque globalizador en el tratamiento del mismo.
Hoy considero necesario resituar el papel de la escuela en la sociedad del conocimiento y creo que la educación primaria debería tener una importancia fundamental y alejarse de los planteamientos caducos de la vieja racionalidad, dominantes en el pasado y todavía en el presente, de los contenidos que imparte el sistema educativo. Y esto es posible iniciarlo en primaria, o continuarlo, si se ha iniciado en infantil, ya que es un proceso continuo con un enfoque globalizador que fundamenta la unidad del conocimiento humano. La educación primaria debería redefinir su propia identidad, reencontrándose con el enfoque del diálogo interdisciplinar y transdisciplinar que la lleve a dar sentido al desafío de realizar búsquedas y dar respuestas imaginativas desde el nuevo paradigma de la complejidad y de las aportaciones de las nuevas ciencias.
Considero que son varias las enfermedades que hoy tenemos que eliminar de la etapa de educación primaria, que vive en una situación “agónica”: la enfermedad de la prisa, de la rutina, de la apatía, de la burocracia, del no pensamiento y la falta de reflexión sobre lo que se hace, de la especialización, de la pérdida de la visión global, de las relaciones preestablecidas y rutinarias, de la soledad, de la repetición, de la acomodación y de la falta de sentido, de significación e identidad clara y precisa.
La educación primaria tendría que redefinir su identidad y buscar el espacio y el tiempo propicios para desarrollar una viva comunidad de aprendizaje y convivencia, en estrecha conexión con el entorno. Con un profesorado capaz de generar relaciones reales, no preestablecidas sino inéditas, a partir de lo conocido, respetando el derecho a equivocarse, para hacer realidad el pensamiento complejo en los alumnos.
Esta etapa podría ser, y lo es en muchos centros, el espacio ideal para promover una educación que genere un currículo comprensivo y para que la convivencia positiva se viva en la dinámica diaria del aula. Podría ser, y lo es con frecuencia en algunos colegios, un espacio que sepa generar en el interior de cada alumno predecibilidad, certidumbre y seguridad, para poder mantener viva la esperanza de la sociedad en un sistema educativo que responda a las necesidades más genuinamente humanas hoy y en el futuro. Podría ser un espacio de experiencias vivas de aprendizaje de los instrumentos con los que el ciudadano deber ser capaz de afrontar los cambios y vivir con cierta confianza en la sociedad del riesgo y de la incertidumbre que tenemos. Hay realidades esperanzadoras en su seno que nos indican que se está dando un cambio silencioso e imparable cuyos rasgos son: una concepción inclusiva de la diversidad y la diferencia en la que el alumno está en el centro, un nuevo currículo en el contexto de la sociedad red, una nueva organización del espacio y el tiempo escolar, una nueva relación de transformación en la convivencia, un nuevo imaginario, la construcción del sujeto, y un nuevo profesor como intelectual éticamente comprometido con su alumnado y con lo público.
Después de observar, conocer y penetrar en las concepciones y en las prácticas de muchos maestros y maestras, compañeros y amigos, creo que puedo hacer un acercamiento a lo que considero que implica ser maestro o maestra hoy:
- Ser una persona apasionada con lo que hace.
- Amar la vida profundamente.
- Reconocerse como aprendiente permanente, seducido por conocer y aprender.
- Querer a los chicos y a las chicas de su aula y de su centro, cuidarlos y prestarles la máxima atención.
- Quererse y cuidarse uno mismo para poder cuidar de los demás.
- Saberse conectado a todo y a todos los que lo rodean.
- Cultivar la relación humana con todos y todas.
- Reconocer la dignidad de todos y cada uno de los alumnos y las alumnas y saber conectar con la parte más humana de cada uno.
- Pensar, sentir y actuar en el seno de una comunidad de convivencia y aprendizaje.
- Saber vivir plenamente el presente, creando desde él caminos hacia una utopía posible.
El aprendizaje de los límites
¡Cuántos niños y niñas me han mostrado los límites de mi acción educativa! Niños con problemas de aprendizaje, o de otro tipo, que no he sido capaz de desentrañar, porque para hacerlo necesitaba saber mucho más del ser humano y de mí mismo, y que me han mostrado mi monumental ignorancia. Ignorancia que me ha espoleado para seguir leyendo, estudiando, aprendiendo, reflexionando y buscando, y que me ha mostrado los límites de mi visión, un tanto salvadora de la educación, y ha hecho más realista y humilde mi quehacer de maestro en la relación educativa.
También he aprendido que educar es una apuesta a mediano y largo plazos, cargada de incertidumbre y de esperanza. No hay que desesperar nunca de nadie, ni en las condiciones más adversas. Solamente tenemos que acertar en su comprensión y en su tratamiento porque todos y cada uno de los niños son un tesoro que hay que saber encontrar. Cuando un niño fracasa como ser humano es porque nosotros, los educadores, hemos fracasado con ese niño.
He descubierto que no hay tarea más incierta que la educación. Eso genera una gran inseguridad en todos los educadores. Todos queremos resultados rápidos. Como los niños que lo quieren todo aquí y ahora. Sin embargo, la educación es pura incertidumbre en un mundo cada vez más complejo en el que es esencial aprender a manejarse en un contexto incierto. Creo que éste es uno de los problemas más graves del sistema educativo actual. Sigue enseñando verdades y certezas en lugar de arrancar las preguntas que nos enseñen a todos a vivir en una sociedad impredecible y cargada de interrogantes.
He disfrutado, disfruto y me siento feliz en esta etapa de la mirada limpia, de la ingenuidad confiada, de la imaginación desbordada, de la creatividad sin límites, del abrazo denso, del descubrimiento placentero, de la pregunta ilimitada, de la búsqueda apasionada, del silencio emocionado, de la risa espontánea y feliz, del llanto desconsolado, del sufrimiento callado e hiriente, del asombro cautivador y del misterio apasionante del ser humano en construcción a los siete y a los 63 años.
* Maestro jubilado. Miembro del Movimiento de Renovación Pedagógica, Escuela Abierta de Getafe, Madrid, España. Artículo publicado originalmente como “Mi paso por la educación primaria” en Cuadernos de Pedagogía, núm. 410.
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