La promesa de campaña de Andrés Manuel López Obrador de abrogar la reforma educativa que impulsó Enrique Peña Nieto está por cumplirse: tanto la Cámara de Diputados como el Senado aprobaron las modificaciones necesarias a la Constitución para darle marcha atrás.
El momentáneo revés que sufrió la reforma por un voto en la Cámara Alta se reparará en un periodo extraordinario y —a menos que ocurra un milagro— el asunto quedará zanjado. Al menos para el gobierno federal.
Ante los reclamos de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), tanto el secretario de Educación, Esteban Moctezuma, como el coordinador de la bancada de diputados de Morena, Mario Delgado, habían asegurado que no se discutiría el dictamen en el pleno hasta que no se llegara a un acuerdo con los maestros. Sin embargo, la CNTE negó que se hubiera llegado a un arreglo: quería el control absoluto y se quedó con un palmo de narices: si se portaba bien, lo conseguiría. Hasta podría seguir vendiendo plazas. Si no, no.
Los cambios sustanciales de la reforma implican que desaparecerán la evaluación obligatoria para el ingreso y la permanencia en el servicio docente, la Ley General de Servicio Profesional Docente, el Sistema Nacional de Evaluación Educativa… y el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE).
De ahora en adelante, la evaluación docente ya no condicionará las promociones dentro del magisterio. Lo que determinará los ascensos será el derecho de escalafón. Los maestros sólo podrán ser suspendidos por una causa “justificada”. Léase: todo será producto de alianzas políticas. Si los maestros apoyan al gobierno, habrá plazas y ascensos. Si no lo hacen, no. Que la Secretaría de Educación Pública tenga el control de las plazas no es un alivio sino un riesgo, como lo advirtieron oportunamente decenas de organizaciones civiles.
En cuanto a la desaparición del INEE, ésta augura un futuro sombrío. El instituto será reemplazado por “un consejo técnico”, compuesto “por maestros y especialistas”. Como en el caso del manejo de las plazas, esto no se traduce sino en negociaciones políticas. Cualquiera que tenga una vaga idea en materia educativa sabe que una buena evaluación de la educación da como resultado que un país tercermundista pueda convertirse en potencia mundial en menos de medio siglo. Ahí tenemos, como ejemplo, a Corea del Sur.
Otro de los puntos focales de la nueva reforma es que impartir educación superior será obligatorio para el Estado. Esto suena bien, pero en la práctica inundar el mercado con títulos generará una inflación educativa como aquella sobre la que nos alertó Ronald Doré en la década de 1980 (La fiebre de los diplomas) y que se tradujo en que, de repente, en países como Sri-Lanka o Kenia había más médicos que enfermeras y más ingenieros que albañiles… Desde luego, estos médicos e ingenieros difícilmente sabían leer y escribir. En otras latitudes, como Cuba, acabaron de taxistas.
Nos hallamos, así, ante una reforma que está hecha de pies a cabeza a partir de simulaciones: la promoción y la suspensión de los maestros se dará a partir de nichos políticos; la evaluación a los alumnos estará desviada por intereses políticos y el aumento en las tasas de graduados de la educación superior será resultado de una decisión política.
Desde luego, los niños y los jóvenes cuyos padres tengan solvencia económica para inscribirlos en una escuela privada, donde la educación no esté ligada a fines políticos, saldrán mejor preparados. La brecha entre pobres y ricos se profundizará. Con la nueva reforma educativa, la educación pública será otra ficha de negociación entre partidos, gobierno y sindicatos ¿Quiénes serán los más afectados? No hay que tener título universitario para saberlo.
Ángel M. Junquera Sepúlveda
Director
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