Más que concebirla como una disciplina instrumental de la docencia —con el objetivo de desarrollar procedimientos o ambientes de enseñanza y sistemas de evaluación—, la didáctica debe recuperar su sentido como una disciplina que interrogue sobre la intencionalidad de los conocimientos, su utilidad, su pertinencia y su valor social y personal, aspecto que ha sido ignorado en las perspectivas institucionales sobre la educación. De ello nos habla Ángel Díaz Barriga, destacado investigador especialista en el tema de la didáctica.
Ante los diversos proyectos de reforma curricular que se han realizado en México en los últimos 30 años —los proyectos de la era conservadora, neoliberal modernizante— es necesario preguntarse qué papel se asigna a los saberes que proceden de la didáctica, tanto en los proyectos de formación docente como en las perspectivas con las que se construyen la propuesta de contenidos, temas, problemas, competencias o aprendizajes claves en los proyectos curriculares.
La respuesta no es muy grata. Lo didáctico ha sido ignorado y expulsado de las perspectivas institucionales sobre la educación. Resulta sintomático que durante todos estos años las reformas curriculares se hayan realizado con el propósito de impulsar la calidad de la educación, abriendo la valoración de los aprendizajes logrados a la aplicación de pruebas a gran escala.
En el fondo, las reformas fueron acompañadas de acciones que impulsaran la eficacia del trabajo escolar, medida en una relación directa de ciertos aprendizajes manifestados por los alumnos en un tipo específico de exámenes, los cuales responden a una visión psicométrica que deja de lado un conjunto de aspectos fundamentales a los que responde la función docente: coadyuvar en desarrollar diversas formas de pensamiento de los estudiantes, como capacidad de razonar, argumentar, inferir, observar, deducir, clasificar, analizar, sintetizar, entre muchas más, así como elementos que les permitan construir un proyecto para su vida, desarrollar otros ámbitos inherentes al ser humano y a la tarea educativa, como es la capacidad lúdica, el desarrollo de lo estético, su capacidad de comprenderse como seres humanos y desarrollar comprehensión, respeto y solidaridad hacia sus compañeros. Temas que en la historia del debate didáctico han sido aspectos sustanciales. Quizá se busca sintetizar cuando se afirma que la función docente consiste en contribuir al desarrollo de procesos de formación del estudiante que van más allá de los llamados procesos de aprendizaje.
¿Dónde reside la diferencia entre una perspectiva didáctica y otras visiones metodológicas que se desarrollan en el aula?
La diferencia entre una perspectiva didáctica y una perspectiva derivada de otras visiones sobre el trabajo en el aula, como las que emanan de propuestas constructivistas (aunque incorporen el tema de las actitudes), de los enfoques por competencias o de aprendizajes claves, aunque intenten contener un elemento de “desarrollo de habilidades socioemocionales”, esto es, habilidades de adaptación social y no la búsqueda del impulso a la mayor potencialidad que puede lograr el ser humano en la construcción de su proyecto de vida en un entorno social determinado, reside en formar para la vida en lugar de capacitar para ser una persona productiva, incorporarse al mundo laboral y desarrollar habilidades de ciudadanía (pero sin una concepción ciudadana).
Si bien la historia del pensamiento didáctico la orilló —fundamentalmente en los años cincuenta del siglo pasado— a ser considerada la disciplina instrumental de la docencia (no de la educación), cuya tarea se limitaba a lograr que los docentes pudieran desarrollar planeaciones didácticas, organizar secuencias de aprendizaje, procedimientos didácticos o ambientes de enseñanza, así como generar sistemas de evaluación que fueran un poco más allá de los exámenes, construyendo portafolios de evidencias, trabajando por rúbricas, por ejemplo, los saberes didácticos fueron devaluados al considerarlos como una acción meramente instrumental.
Por el contrario, una lectura de Didáctica magna, el texto de Comenio que se considera como base de la disciplina, orilla a realizar una lectura que no sólo busque identificar cuáles son las técnicas para trabajar con los alumnos, sino que concede una impronta epistémica a este campo disciplinario, en el que, si bien es necesario que el docente posea un cúmulo de herramientas, técnicas o dispositivos para trabajar con los alumnos, al mismo tiempo debe tener claridad sobre las complejas relaciones que subyacen en varios elementos que entran en juego entre los estudiantes, los docentes, los saberes disciplinarios, la cultura y las intencionalidades explícitas e implícitas de un proyecto curricular y de una política educativa.
¿Qué implicaciones tiene esta perspectiva para los docentes, para la escuela y, en general, para el sistema educativo?
Deben plantearse la pregunta sobre qué saberes merecen ser abordados en el transcurso del trabajo escolar, un tema que va más allá de la pregunta sobre qué establece el currículo que debe ser enseñado.
Lo anterior demanda del docente desarrolle un autoconcepto sobre su propia dimensión intelectual, esto es, de la responsabilidad que asume frente a elecciones que realiza para organizar su trabajo ante sus estudiantes. La didáctica no es una disciplina que estudia cómo volcar o llenar de saberes a los estudiantes, sino que, con base en su dimensión epistémica, se pregunta por las intencionalidades que subyacen en los saberes que se proponen trabajar en un entorno escolar. Entonces el problema central no es la utilidad de los conocimientos, sino la pertinencia y el valor social y personal que se les conceda.
¿Qué tensiones identifica entre la necesidad de acercar al estudiante a lo que establece un plan de estudios y, al mismo tiempo, reconocer que sólo será aprendido aquello que tenga valor y significatividad para cada sujeto?
La didáctica se encuentra en una permanente tensión entre la necesidad de acercar al estudiante a lo que establece un plan de estudios y reconocer que sólo será aprendido aquello que tenga valor y significatividad para cada sujeto. Entre la demanda social, cada vez más irracional, de lograr, a través de la educación, la homogeneidad de los sujetos —y que todos los alumnos, cual si fuesen robots, desarrollen las mismas habilidades y los mismos procesos cognitivos—, y comprender que cada estudiante es un sujeto individual, que tiene rasgos que lo singularizan y que tanto su potencialidad para el aprendizaje como sus aspiraciones son específicas, hay una gran diferencia. Ciertamente, todo sujeto es educable y tiene diversas opciones de aprendizaje, pero en la vida y en el entorno escolar cada uno aprende al ritmo y en las condiciones en las que puede hacerlo.
Dos máximas de la didáctica quedaron establecidas en la Didáctica magna y han sido revaloradas por el pensamiento de Meirieu: la voluntad del alumno no puede ser obligada y el alumno sólo aprende aquello que desea aprender. Es fácil afirmarlo, pero es muy complicado reconocerlo y buscar cómo traducirlo con un trabajo real en el contexto escolar y en el aula.
En efecto, esto se contrapone al modelo dominante, que busca que el resultado del acto educativo sea un conjunto de sujetos homogéneos, una réplica del modelo fabril de producción en serie, donde los alumnos dejan de ser sujetos para convertirse en productos, donde la tarea de educar consiste en imprimir o moldear estos productos a partir de una serie de aprendizajes predeterminados por expertos curriculares, donde se reconoce que el alumno aprende aun en contra de su voluntad. Así, los docentes dejan hacer un resumen del capítulo dos, un mapa mental del tres, responder un cuestionario de 10 preguntas sobre un tema que ha sido encargado como tarea.
No importa si el alumno tiene voluntad para aprender…
Sólo la voluntad de cumplir con la tarea, de cumplir con la obligación escolar, en la perspectiva de obtener una calificación ante la evidencia de que entregó el resumen o el mapa mental y resolvió las 10 preguntas. Con esto se genera una confusión, y se cree en la validez de la ecuación: “Si realizó esta actividad quiere decir que aprendió”. Incluso, algunos docentes expresan, casi como un lamento: “Algo habrán asimilado”, aspecto que desvirtúa el sentido del esfuerzo del alumno.
El tema fundamental de la tarea didáctica es ayudar al estudiante a que asuma su deseo de aprender, a que convierta el aprendizaje en un proyecto de él y para él, y no en una tarea que tiene que realizar para quedar bien con el docente o para obtener una calificación.
Ésta es una de las claves del fracaso escolar: la perspectiva de que los alumnos son objetos a los que se les puede motivar, asignar tareas, pedir respuestas y calificar o clasificar. El tema es viejo en el debate didáctico, así como olvidado. Comenio ya había establecido el papel del deseo en el aprendizaje de los alumnos: “Por todos los medios hay que encender en los alumnos el deseo de saber y aprender”. Aun cuando en la época en que aseveró lo anterior no existía el concepto de motivación, el autor empleó el término deseo. Muchos años después, Meirieu planteará que “sólo aprende alguien que considera el aprendizaje como deseable”. Porque si somos sujetos de deseo, necesitamos elegir entre múltiples deseos. Y en ocasiones el aprendizaje no constituye el deseo más importante en la vida del alumno.
¿Cuáles son los retos para el trabajo docente?
Uno de los grandes retos en el trabajo docente consiste no sólo en elegir la información que puede ser relevante y de interés para al estudiante, sino en construir estrategias para que ese contenido incluya elementos que confronten al alumno, que le permitan desencadenar una serie de ideas y expresiones —en ocasiones desordenadas—que le ayuden a concebir que el aprendizaje es un proyecto personal y no una tarea que debe cumplir.
Una contradicción que campea ampliamente en nuestras aulas es que se busca que los docentes aborden temas que se pueden considerar de interés para los estudiantes, aspectos básicos para el conocimiento o para la integración de aquéllos a la sociedad, o bien, tópicos de carácter analítico que permitan la comprensión significativa de un conjunto de situaciones sociales. Sin embargo, al abordarlos en el aula de las formas más rígidas posibles, buscan captar la atención de los alumnos, dejando que realicen ejercicios o prácticas que pueden tener sentido para los docentes que las pensaron, pero no para los alumnos.
¿Cómo sería una visión integral de la didáctica?
Una visión integral de la didáctica requiere no reducirla a una cuestión instrumental, tan favorecida en nuestro medio, pues precisamente en ella no existe una reflexión sobre los fines y los valores de la educación, ni sobre la asunción conceptual desde la cual se trabaja. Se requiere reconocer que, así como cada docente tiene su historia personal, su estructura de saberes, tanto los conceptuales como los que emanan de la reflexión sobre su experiencia (Tardif), los estudiantes llegan al aula con sus propias historias y sus particulares procesos de trabajo. Ningún docente es idéntico a otro, y ningún estudiante es un clon de su compañero. Cada cual tiene una historia personal de saberes, experiencias y expectativas respecto del conocimiento y su formación.
La tarea del docente consiste en buscar la forma en que cada alumno realice un esfuerzo para reconocerse y avanzar en su propio proceso de desarrollo, una tarea de formación que va mucho más allá de una acción que se limita al aprendizaje.
Aquí es donde la didáctica y la pedagogía se apartan completamente de las otras corrientes de pensamiento preocupadas sólo por el desarrollo del aprendizaje o por la construcción de procesos cognitivos en el alumno. Evidentemente, estas corrientes de pensamiento realizan aportaciones significativas a favor del objetivo que se persigue, pero sus aportaciones son limitadas, pues sólo se refieren a una esfera del sujeto de la educación y hacen a un lado el tema sustantivo de la formación.
¿Es relevante construir propuestas didácticas alternativas para la formación de los estudiantes en el siglo XXI?
Hoy la didáctica es una disciplina que se encuentra abierta a un cúmulo de reflexiones y aproximaciones novedosas. Como en otras épocas, también enfrenta el reto de construir propuestas para la formación de los estudiantes en el contexto del siglo XXI, de una generación diferente a las anteriores, con rasgos específicos. Enfrenta la urgencia de renovar la cultura escolar, de reconstruir la profesión docente y de abandonar el trabajo en el aula con base en el pizarrón y en los saberes docentes. No porque éstos no sean importantes, sino porque en el contexto actual el alumno está frente a un cúmulo de informaciones y la cultura social de nuestros días le ha permitido desarrollar otra forma de pensar y otra manera de entender la realidad. Porque cuando asiste a la escuela, busca otra cosa distinta que no sea la lectura de un libro, la realización de un ejercicio sin sentido o la escucha de lo que el docente considera relevante. El estudiante demanda interacción y trabajo colaborativo; demanda apoyo para resolver sus inquietudes, sobre varias de las cuales el docente puede incidir si tiene la habilidad de crear enigmas que ayuden al alumno a enfrentar esa tarea.
La función docente conserva un elemento sustancial al que no puede renunciar: coadyuvar a la formación del estudiante, crear condiciones para que desarrolle sus potencialidades al máximo. Las formas de trabajo docente que se instauraron en el siglo XVII: un profesor frente a un grupo de alumnos, que transmite el conocimiento a sus estudiantes, han dejado de ser funcionales para comprender el fenómeno educativo.
La didáctica analiza estos problemas y realiza conceptualizaciones en relación con ellos. Sólo que en el caso mexicano se le sigue considerando como una disciplina instrumental; en las perspectivas de formación de docentes los proyectos curriculares se conforman con que el alumno aprenda a planear, a trabajar con portafolios y a realizar evaluaciones auténticas. En el caso mexicano, lamentablemente, campea la ausencia de un debate didáctico serio. En ese tema nos quedamos en los años cincuenta del siglo pasado. Necesitamos rescatar la didáctica.
Ángel Rogelio Díaz Barriga Casales es doctor en pedagogía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Realizó sus estudios profesionales en la Escuela Normal Superior del Estado de Coahuila, donde se graduó como maestro de segunda enseñanza en la especialidad de pedagogía y técnico en educación.
Ingresó a la UNAM en 1975 como profesor adscrito al Centro de Didáctica de la UNAM. En 1979 obtuvo el nombramiento de investigador asociado en el Centro de Investigaciones y Servicios Educativos. En 1985 fue adscrito al Centro de Estudios sobre la Universidad, entidad académica donde obtuvo diversas promociones hasta que, en 1994, fue nombrado investigador titular C. Ingresó al Sistema Nacional de Investigadores en 1987 y desde el año 2000 tiene asignado el nivel III. En 2010 el Consejo Universitario de la UNAM lo designó investigador emérito. Asimismo, es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias, del Consejo Mexicano de Investigación Educativa y de la Asociation Francophone Internationale de Recherche en Sciences de l’Éducation, entre otras asociaciones.
Sus principales aportaciones en el campo de la investigación se ubican en tres ámbitos: la didáctica, el currículo y la evaluación educativa.
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