Situarse frente a un auditorio para cuestionar, provocar, despertar interés en una materia, debatir y, en última instancia, conducir al cumplimiento del objetivo del curso, no es una tarea que pueda improvisarse. El autor nos comparte su experiencia como docente que acaso pueda servir de orientación para quienes ejercen la noble tarea de la docencia.
Impartir clases a nivel universitario, en mi caso de derecho, en muchos sentidos es una de mis actividades profesionales favoritas, y lo es en gran medida por el reto que implica y, por supuesto, por la satisfacción que trae aparejado cuando se ha hecho bien. Claro que “hacerlo bien” depende de muchos factores, la mayoría dentro de la esfera de influencia del docente, pero no todos ellos. No sé si una metáfora afortunada es la tauromaquia, en la cual a veces el torero pudo haber hecho todo lo que estaba en sus manos para cumplir con su objetivo, pero su éxito también depende del clima, el ánimo del público y, por supuesto, de los toros.
“Hacerlo bien”, en el contexto de impartir clases, empieza necesariamente en preparar la clase. Y nadie puede preparar bien una clase, cualquiera que ésta sea, si no tiene claros los objetivos. Y ese para mí es el primer paso. ¿Qué quiero transmitir? ¿Qué necesito que los educandos aprendan? Sin una respuesta a estas preguntas opino que el profesor ha comenzado a desaprovechar la oportunidad de guiar, de formar y de educar, y ha empezado a optar por ser un simple transmisor de datos, fechas y artículos.
Obviamente, preparar una clase no se agota con definir los objetivos del curso. Acto seguido es necesario contextualizar, dimensionar y valorar las circunstancias relevantes. ¿Cuáles son las herramientas pedagógicas y tecnológicas con que cuento? ¿De cuánto tiempo dispongo? ¿De cuántos alumnos es el grupo? ¿Cuáles son las tendencias nacionales e internacionales respecto de mi tema? Las respuestas a estas preguntas inciden directamente en el diseño del curso, aun antes de comenzar a escribir el guión de cualquier clase. Dicho de otra forma: preparar bien la clase no empieza una noche antes de la sesión, ni siquiera una semana antes; empieza con un sueño, una ambición, una meta: mejores profesionistas para un país mejor.
Una vez resuelto lo anterior, “únicamente” resta preparar el guión de cada clase, con el cual intento adelantarme a las posibles preguntas de los alumnos; tarea que por definición siempre será incompleta, pero funciona como un gran principio rector. En otras palabras, sé que nunca podré prever todas preguntas que surgirán en clase, pero es extraordinariamente útil intentarlo.
Para preparar un buen guión es indispensable tener a la mano el temario del curso, el índice de tres o cuatro libros relevantes para la materia, el objetivo del curso y, por supuesto, imaginación. De hecho, esta es una de mis partes favoritas de dar clase: estar frente a una hoja en blanco con una única pregunta en la mente: ¿qué les voy a decir a los alumnos? Un buen guión funciona como una hoja de ruta, un mapa que señala el camino y los lugares interesantes donde hay que detenerse; es una ayuda para la memoria asociativa en tanto facilita la detonación de nuevos ejemplos, escenarios, supuestos y silogismos. No es una camisa de fuerza que constriñe o asfixia una natural cadencia; no es un instructivo; ni un escudo o un salvoconducto para el profesor. Sí es una buena brújula para avanzar.
Ahora bien, en este orden de ideas, la actualización del profesor y su material es otro factor fundamental para preparar y dar una buena clase. Esto cobra vital importancia para quien enseña derecho positivo, ya que ni siquiera nuestra ley fundamental está exenta de una constante modificación; basta con comprobar que de diciembre de 2006 a julio de 2014 hay un total de 52 decretos que reforman, adicionan o modifican el texto constitucional o las casi 70 reformas al artículo 73 constitucional.
En la enseñanza de cualquier arte, ciencia o técnica estar actualizado es la clave. Y para muestra basta un botón: en materia de derecho administrativo el organismo que en 2013 funcionaba como un buen ejemplo de un órgano descentralizado de la administración pública federal no sectorizado, un año después funcionaba para la materia constitucional como un buen ejemplo de un organismo constitucional autónomo. Otro botón de muestra: la empresa que desde 1992 y hasta 2013 funcionaba como un buen ejemplo de órgano descentralizado de la administración pública federal, en 2017 es un buen ejemplo de empresa productiva del Estado. Conclusión: estar actualizado es condición sine qua non para estar en aptitud de dar una buena clase.
Una vez que el material ya está preparado (y el profesor actualizado), no hace falta sino impartirlo. Y he aquí todo un reto. En mi experiencia cada grupo de alumnos es único. Los conocimientos del profesor, así como su material, pueden ser idénticos al del semestre anterior; lo mismo el espacio físico donde son impartidas las clases, pero la personalidad de los individuos que forman el conjunto de educandos nunca se repetirá, y eso hace toda la diferencia del mundo. Es por eso que una de las características de un buen profesor es su capacidad de adaptación a audiencias diferentes, pero siempre manteniendo la calidad y la intensidad en su exposición.
Cuando estoy frente a un grupo por primera vez encuentro muy útil dialogar con los alumnos antes de comenzar a impartir la clase. De ese diálogo con frecuencia extraigo información muy valiosa; por ejemplo: cuál es la idea que la mayoría de los individuos tiene de la materia, sus antecedentes con el tema, así como sus objetivos personales y colectivos y sus preocupaciones respecto del curso. Esta información, una vez justipreciada, me permite orientar el acento que tendrán algunos subtemas e incluso, quizá, la ponderación y el formato de la evaluación continua, los exámenes parciales y el examen final. Sin embargo, no todo está sujeto a recalibración. Por vocación y convicción algo que no puedo dejar de hacer es exhortar, incentivar o retar, a través de preguntas directas, a los alumnos a participar.
Evidentemente, mi método no tiene la sapiencia, ni yo la arrogancia, como para llamarlo mayéutico; simplemente me gusta que las respuestas a preguntas básicas o complejas provenga del razonamiento del alumno y no de la rutina del profesor. Por supuesto, todo cuenta al buscar el diálogo con los alumnos: el volumen de la voz, el lenguaje corporal, el material audiovisual de apoyo, el uso de tecnologías de la información, etcétera. Sé que caigo en un lugar común cuando digo que el secreto de una buena clase no se ha podido envasar; sin embargo, todo buen profesor es apasionado, conocedor de su tema, preocupado no por su ejecución sino por el aprendizaje del alumno y, por supuesto, disciplinado.
La disciplina del docente es un sello personal que está presente en muchas manifestaciones de la vida académica: la puntualidad para empezar y para terminar la clase, la exhaustividad para evaluar trabajos e investigaciones, la acuciosidad para elaborar exámenes retadores, y algo muy importante: la disponibilidad para aprenderse el nombre de los alumnos. Esa misma disciplina debe ser transmitida a los educandos de manera fraternal pero estricta. Yo no creo en el autoritarismo vertical (y muchas veces artificial) de aquel que habla urbi et orbi, como si se tratara de un iluminado que usa el púlpito no para inspirar a la acción sino para amancillar la dignidad y la autoestima de su auditorio.
Para mí la decisión de escoger la estrategia a seguir siempre fue sencilla: reglas claras desde el primer día; que no haya sorpresas o, mejor dicho, que la predictibilidad del consecuente sea el común denominador de cada clase. Método de evaluación, reglas de respeto e interacción en el interior del salón, protocolos de comportamiento, facultades, prohibiciones, derechos y obligaciones deben quedar claros durante la primea semana de clases; así cada alumno tendrá la información suficiente y necesaria para tomar la decisión de continuar con el curso o no.
La disciplina es una vía que se transita en dos sentidos: compele al profesor, pero también a los alumnos, por lo cual mientras más claras sean las reglas se evita herrumbre en el diálogo. Si Santo Tomás tenía razón y en la enseñanza hay que decir menos y mostrar más, entonces el comportamiento disciplinado del profesor cobrará mayor importancia ya que permitirá proveer de materia prima de calidad a la mímesis de los alumnos. Y, ¿por qué no?, quizá con ello generar lazos de confianza con el educando, de tal suerte que la relación evolucione, permitiendo que los alumnos presenten antes o después de clase preguntas no necesariamente relacionadas con la materia en cuestión, pero cuyas respuestas contribuyen a forjar el crisol de su criterio y su conocimiento.
Con sinceridad creo que dar clases no es una actividad propicia para cualquier persona (como no lo es la tauromaquia, pintar cuadros, pilotear un jet, dirigir una orquesta o correr maratones). En mis años como profesor de derecho he visto muy buenos litigantes fracasar en el salón de clases; he visto a personas de inteligencia superior estrellarse en un muro de caras largas y he visto maestros de la oratoria agotar el contenido de una hora de clase en sólo diez minutos. Creo que el primer atributo de todo buen profesor no es el grado académico (que siempre ayuda), ni la experiencia en el campo profesional (la cual nunca estorba), ni el título del despacho o cargo que se ostente (lo que por lo general sí estorba), y lejos, muy lejos, está el éxito económico que esa persona en cuestión haya alcanzado; el primer atributo de todo buen profesor es el dáimôn socrático: la inspiración.
Creo que un buen profesor es aquel que es capaz de sentir y transmitir pasión al pararse frente a un grupo; es aquel que cuenta con el conocimiento científico y empírico en grado suficiente; es aquel que tiene un método y un sistema para transmitir dicho conocimiento, y, muy importante, es aquel que es lo suficientemente humilde para darse cuenta de que siempre hay algo nuevo que aprender de los alumnos y algo que mejorar del curso.
Me resisto a creer que en la era de la información, cuando los alumnos tienen acceso a internet en la palma de su mano, el profesor siga impartiendo su clase exactamente igual que hace 200 años: pizarrón, clarión y vozarrón. ¿Dónde está el uso de las aplicaciones informáticas? ¿Dónde está la conectividad? Muchos de mis colegas se sienten intimidados u ofendidos cuando los alumnos tienen a primera vista una tableta o una computadora personal en lugar de la faz del profesor, y no les faltan razones para ello; las redes sociales pueden ser un distractor demasiado poderoso como para vencerlo simplemente con un grafo en el pizarrón. Pero yo prefiero asumir ese riesgo antes que prohibir al alumno la posibilidad de compulsar o cotejar una afirmación mía contra un océano de información. Claramente esta práctica genera otra clase de riesgos: que los alumnos lleguen a conclusiones erróneas a partir de su exposición a datos y documentos sin la capacidad de cerner lo útil de la basura. Y he ahí otro reto para el profesor: procurar la frónesis aristotélica en el alumno.
En conclusión puedo decir que dar clases de derecho a nivel universitario es un gran privilegio y una gran responsabilidad, y para estar a la altura de ambos hay que trabajar constantemente, no sólo por la búsqueda de la satisfacción de la tarea cumplida, sino porque no hacerlo entraña el riesgo de ser cómplice en la deformación de lo más valioso que tiene este país en su lucha por la dignificación de la relación Estado-ciudadano y el combate a la corrupción: sus juristas.
* Licenciado en Derecho por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM), con Master in Laws en la Universidad de California en Davis (UC Davis).
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